Cuando concluya esta interminable cuarentena, que puede durar 80, 90, 100 días o más, porque no hay acuerdo entre estado y federación y la curva de contagios y muertes ni se aplana ni se dobla, sigue su ascenso indefinido, pues el confinamiento apenas si lo ha cumplido la mitad de la población, no sabremos qué será de este país, de la entidad… y de nosotros.
El repunte del coronavirus es tal que sólo en los últimos dos días –martes 26 y miércoles 27 de mayo– las defunciones repuntaron en más de 900 para un total ayer de 8 mil 597, y los contagios un poco más de 6 mil 900, para un total de 78 mil 73 positivos.
Lo único que se puede adelantar para la “nueva normalidad” es que podremos tener una economía devastada, con un decremento importante (el Banco de México prevé una caída del PIB del 8.8%) y quedarán sin empleo entre uno y dos millones de personas –las cifras calculadas varían—y un acumulado de varios millones de gentes que se sumarán a los más de 50 o 60 millones que viven en extrema pobreza. Serán los más perjudicados.
Esa masa amorfa de personas que circundan las grandes, medianas y hasta pequeñas ciudades de México que nunca pudieron aislarse ni guardar la “sana distancia” porque viven hacinadas en pequeñas viviendas o pocilgas y se transportan igual, sin protección mínima, en el apiñado y pésimo servicio de transporte urbano, porque si no trabajan continuo no comen, pueden ser las principales víctimas de la pandemia del coronavirus Covid-19 o SARS-CoV-2.
Pero tampoco hay que descartar a los marginados de siempre, indígenas o no, que habitan arrinconados en poblados o pequeñísimos ranchos de una o dos chozas en algún lugar de las sierras o de los desiertos.
En ese vía crucis eterno de los habitantes periféricos o satelitales, como son los que sufren desden aquellos desolados lugares de sierras y desiertos, y de quienes padecen o padecieron el virus con todas sus consecuencias, desde el sólo sufrimiento de la enfermedad hasta la muerte.
Con todos ellos han navegado, como lo hemos visto, ese ejército anónimo y sacrificado del personal de los hospitales, desde quienes se encargan del aseo pasando por camilleros, paramédicos, enfermeros –preponderantemente mujeres–, médicos y auxiliares en general que, casi sin equipo o con insumos desechables y nada seguros, de manera casi sobrehumana atienden, o atendieron, a tantos pacientes, y algunos cientos hasta se han contagiado en todo el país y no pocos han pagado con su vida de manera más que heroica.
En medio de esa situación de negligencia están funcionarios públicos que, aunque digan que sí, no reaccionaron a tiempo para tomar las medidas pertinentes. No generaron consciencia entre la población de manera anticipada “para no alarmar”, cuando el problema estaba a la puerta por allá a principios de febrero. Tardaron semanas –hasta la tercera parte de marzo—para arrancar tímidamente con ciertas medidas pertinentes de aislamiento. Tardaron en despertar de su letargo para decirnos que estaban preparadas y no fue así. Prueba de ello es que siguen los viajes constantes a China para comprar equipamiento e insumos diversos indispensables.
Uno, el más importante, el ejecutivo nacional expresó –y todavía no alcanzo a comprender el alcance de su dicho–, que el Covid-19 “nos cayó como anillo al dedo”.
Otro, ya en el ámbito local, que ciertamente había reaccionado un poco más a tiempo ordenando aislamiento y suspendiendo eventos masivos, pero pasadas unas semanas, apenas vio que le había dado resultados parciales su estrategia, aprovechó la situación para obtener la autorización del Congreso para echarse una deuda de 6 mil 200 millones de pesos, que se suma a la ya descomunal que se tiene de más de 30 mil millones y atará las manos del gobierno que le suceda.
Y en ese engolosinamiento, Enrique Alfaro perdió el piso y muchos puntos con su aliada de conveniencia, la Universidad de Guadalajara –entiéndase al pie de la letra: Raúl Padilla López–, que ahora señala, y no sin razón, que suscita desconcierto el destino de 3 mil 600 millones de pesos de ese crédito destinado a combatir la pandemia, en tanto que: “El resto (de los recursos) se pretende destinar a proyectos de obra que aún se desconocen…”. Así lo comentamos en la columna anterior.
Por lo demás, el lado bueno de esta doble o triple cuarentena –quizás más que eso– es que, por un lado, ha exhibido la tozudez, las obsesiones, vilezas y hasta avaricias de quienes nos gobiernan, o las de sus protegidos, como ha sido la compra a sobreprecio descarado de los respiradores mercados a los Bartlett, por ejemplo.
Por otra parte, se han resaltado acciones humanas admirables de gente común y corriente, anónima, que, solidaria, cuida enfermos de coronavirus o va y lleva ayuda a los nosocomios, a riesgo de su propia salud y vida.
Y en otro orden, totalmente material, este recogimienconto obligado ha despertado el ingenio humano. Va desde la creación de mascarillas y cubrebocas de diversos modelos, hasta el invento de al menos cinco o seis prototipos de respiradores o ventiladores que sólo ha encontrado el obstáculo burocrático, absurdo y contra toda lógica, de Cofepris para patentarlo rápido ante la contingencia.
Finalmente, desde el punto sociológico, el covid-19 nos ha traído, pese a públicos desajustes y hasta violencia intrafamiliar denunciada, formas de convivencia que antes no se tenían: acercamientos entre personas de un mismo núcleo familiar o de amistades olvidadas y hasta contrapuestas. Y en general, creo que si somos un poco inteligentes, podríamos encontrar una forma de “nueva normalidad”, en armonía y solidaridad con el otro, con los otros, con todos.
Y por qué no decirlo también: debemos ir a una mejor armonía con el ambiente, con la ecología. Por principio de cuentas, vemos que el poco uso, o el uso razonable del auto, nos libera física y mentalmente. Basta con observar cómo ha disminuido la contaminación atmosférica en lo que llevamos de encierro, hasta antes de lo que dicen será “la nueva normalidad” que incluirá, eso sí, sana distancia y cubrebocas por tiempo indefinido.