Dicen nuestros enterados abuelos: al mal paso, darle prisa. Otros apuntan que mal empieza la semana para el que ahorcan en lunes. Con habérsenos descolgado la pandemia del coronavirus al arrancón de este malhadado año, ni imaginábamos cómo se nos iba a venir, en todo el mundo. No hay lugar en el planeta donde la gente no esté enterada de la plaga, sus riesgos y sus secuelas, la peor de las cuales es la muerte. 2020
Para los primeros días de marzo los medios masivos informaban que la plaga se extendía desde China hacia Corea del sur e Irán. Luego apareció, por Italia, en la Unión Europea. La maldición parecía quedarnos muy lejos. Nuestros deseos no se compaginaban con la realidad de lo que vendría después. Estos buenos deseos se generan de la viva experiencia común de tener que lidiar con enfermedades a las que no se le halla la cura por ninguna parte. El doliente sufre tanto como el enfermo. Uno la padece, el otro se prodiga en cuidados que parecen inútiles. En ocasiones, la muerte le llega primero al que cuida que al enfermo. Por ahí va la cosa con esta enfermedad.
Para principios de mayo, se habló en México de dos mil decesos. El virus nos llegó y se extendió aunque no en todo el territorio nacional. Para esas fechas su incidencia se centraba en la ciudad de México y su zona conurbada. Se incluían como puntos rojos a Cancún y a Sinaloa. Parecía que el resto del país la libraría. Ni idea teníamos de cómo se iba a desencadenar. El discurso oficial sostenía que los individuos con mayor riesgo a contagiarse de la plaga eran los adultos. Ni los jóvenes ni los niños entraban al aro. Y de los adultos se señalaba con insistencia que eran presa predilecta los que presentaran previos problemas de salud como la diabetes, el corazón, la hipertensión, asma, cáncer, obesidad y otras.
Desde el gobierno se decía que estábamos en posición de enfrentar el mal con cierta suficiencia. De cierto los gobiernos pasados nos heredaron una infraestructura de atención médica en proceso de ser desmantelada, para ser privatizada y volverla otro trozo de negocios y ganancias. Pero con lo que había y estaba aún en pie le podríamos hacer frente y salir airosos. López Gatell manejó una cifra que por aquellos días se nos antojó estratosférica. Estaban aumentando con cierta velocidad los decesos. Pero montando el escenario más catastrófico de todos, señaló que si entrabamos a una suma de sesenta mil muertos podría decirse que se habría desbordado nuestra capacidad de cuidados. Se veía como una cifra más que lejana.
Veíamos que en Europa los países más conocidos como la GB, Italia, Francia y España habían pasado sus cuentas de los veinte mil muertos, en cada uno de ellos. Alemania parecía una ínsula, un faro de esperanza pues sus cuentas estaban estacionadas en los doce mil, aunque habían instrumentado medidas muy restrictivas. de China, país donde apareció por primera vez la cepa, había que decir que a mediados del año había logrado ya estacionar, en poco menos de cinco mil decesos, la cuenta fatal de su población.
A partir de tales datos pronto se empezaron a manejar muchas combinaciones en las cifras, que no tiene caso desglosar, pues nos resultan a todos conocidas. La proporción entre número total de habitantes del país y sus decesos; la proporción entre estas cantidades y los contagiados; los factores entre decesos por millar o por millón; el número de hospitalizados; las camas disponibles, etc. Son muchas variables. Se volvió cada vez más complicado precisar con los datos la visibilidad necesaria entre lo creíble y lo fáctico.
A mediados del año se dividió la opinión pública frente a las actitudes de los gobernantes de los países más visiblemente afectados. Pronto encabezó nuestro vecino del norte la lista galopante de víctimas mortales. Se disparó la cuenta gringa y sin embargo el titular anfitrión de la Casa Blanca resaltaba por su actitud negacionista. No movía un dedo para poner al alcance de las instituciones de salud los recursos astronómicos de dinero que maneja esa economía. Segundo de él vino a ser luego Brasil, en donde su presidente Bolsonaro imitó los pasos de Trump como si hubiese estado leyendo un libreto bien aprendido e ineluctable.
Para nuestra desgracia pronto entraron las cifras de nuestro país al concierto de los diez países con más decesos de toda la comunidad mundial. Fuimos avanzando en este renglón, superando a todos los que se veían inundados del mal, rebasando primero a los punteros europeos, hasta colocarnos de pleno derecho en el cuarto lugar mundial de desenlaces fatídicos. Sólo nos superan los USA, Brasil y la India. El tope de los sesenta mil muertos por Covid 19, que había señalado Gatell como cifra de desastre, la hemos rebasado al doble. Nuestra cuenta rebasa los ciento veinte mil finados por la incidencia de la plaga y ya no está claro en qué punto numérico irá a parar. Se habla insistentemente de la reaparición o el rebrote de nuevas cepas por todo el globo. Así andamos.
Se nos acabó el año, uno que no existió. Hay que despedirlo, llevarlo todos juntos a su sepultura. Esperemos que el 2021, el que viene, sí sea año y que a todos nos permita volver al mundo de los vivos. Lo que hicimos en este 2020 bien que podemos echarlo al olvido. Son los mejores deseos de este redactor para sus sufridos lectores. Un abrazo y adelante.