Infierno y repetición
Pseudo Longino
Entre los mitos griegos antiguos encontramos una serie de personajes que han sido condenados a realizar labores repetitivas sin término.
Sísifo, acaso el más conocido, está condenado a empujar una enorme roca cuesta arriba, sólo para que ruede de nuevo hacia abajo y se repita el proceso indefinidamente.
Las danaides, hijas de Dánao, fueron castigadas por el asesinato de sus esposos y tienen que llevar agua a un barril agujereado, sin descanso.
Ocson, por su parte, acaso por impiedad (habría matado al buey Apis), recibió como pena anudar dos lazos para trenzar una cuerda, sólo para que, inmediatamente, una burra se la coma.
Estos trabajos infernales no tienen fin (en ambas acepciones de la palabra “fin”): no tienen término y no tienen un propósito, más allá de la propia labor repetitiva. Se les ha quitado el sentido, el para qué, y sólo ha quedado el trabajo, que no puede terminarse.
No se trata de castigos interminables en los que el que los sufre está inmóvil o es pasivo, como Prometeo, condenado a que un cuervo le devore el hígado, que crece otra vez para que el ave vuelva a comérselo. O Ixión, que está atado con serpientes a una rueda sobre una hoguera. Se trata, en cambio, de castigos en los que el infortunado tiene que trabajar, sabiendo que no podrá acabar jamás y que, además, su trabajo es absurdo.
Si pasamos de los mitos a nuestra realidad, ¿qué pasaría si nos diésemos cuenta de que también nosotros estamos condenados, de forma similar, a realizar tareas interminables o sin sentido? ¿Podríamos soportar la idea de que no hay un para qué de lo que hacemos más allá de repetirlo incesantemente?
La cristiandad ofreció a occidente un sentido por cientos de años. El sentido de la vida individual era la salvación. Y el destino de la humanidad sería preparar la segunda venida de Cristo, para llegar así al paraíso en la Tierra. Había una historia, es decir, una trayectoria del tiempo en la que se puede enmarcar un pasado, un presente y un futuro, con un término, el Juicio Final. Después, vendría la eternidad del gozo o del sufrimiento.
Para Nietzsche, con la “muerte de dios” se acabó también el sentido cristiano. La Modernidad diseñó reemplazos. La Ilustración y el positivismo predicaron la “Edad de la Razón” como un ideal, que culminaría cuando en todas las áreas de la vida humana prevaleciera la racionalidad, desde la ética individual hasta la política, pasando por las actividades productivas. Según esta perspectiva, hay historia y su fin es la construcción de una sociedad racional, basada en la ciencia.
Una derivación de ese sueño moderno es el marxismo. El sentido de la historia es la emancipación de las clases explotadas. El esclavo, el siervo y el obrero, como avatares de la clase oprimida, se suceden uno a otro en una gran odisea hacia la sociedad sin clases, que vendrá después de la revolución, un acontecimiento de ruptura que inaugurará el socialismo y, como punto final, el comunismo, la sociedad sin clases, sin Estado, sin explotación y sin desigualdades.
El sueño de la razón moderna produjo monstruos. La razón y la ciencia se aplicaron también para el exterminio en los campos nazis. Y en nombre de la revolución se cometieron atrocidades. Los reemplazos de dios como dotador de sentido se revelaron no sólo como insuficientes sino también como peligrosos.