EL ABUELO DORMIDO (minicuento)
Josefina Reyes Quintanar
Debí dejarlo en San Luis Potosí, como él siempre quiso. Cuando por alguna circunstancia se tocaba el tema de partir de este plano siempre se cerraba la conversación con la misma enmienda “A mí me llevan a la casa de madre”, la cual se ubica hasta la fecha a unas cuadras de la Calzada de Guadalupe. Al fondo se aprecia la antigua Penitenciaria, hoy museo Leonora Carrington. En su momento así fue, se cumplió su voluntad. Pero nunca falta la hermana devota y creyente que sufre por no tener los restos de su padre en un lugar santo para que el alma descanse y se purifique y ni hablar… cambió de residencia perpetua.
Ya no le tocó conocer nietos. Sus hijos no bastaban para cuidarlo en sus últimos días y ni ganas de complicarse la vida custodiando otra personita. Ni la más mínima idea siquiera de procrear, cuando el progenitor ya no se valía por sí mismo. La tercera generación llegó a varios años de su partida. Con el fin de suprimir en el tiempo el olvido que cubre su ausencia en este mundo, fue necesario platicar del ausente para perpetuar el recuerdo. Afortunadamente el humano nace con una inteligencia a priori de la experiencia que le permite discernir situaciones que no han pasado por las vivencias. Así los niños lograron saber de la vida del viejo.
¡Quiero ir con el abuelo dormido! Dice la pequeña de dos años cuando siente la necesidad de visitarlo. Disfruta el ritual de presentarse ante él. Incluso pide entrar a cualquier templo creyendo que ahí va a encontrar la cristiana sepultura, que es mi desolación. Ya sabe las reglas: caminar toda la peatonal Independencia hasta llegar a la Iglesia de San Pedro Apóstol; mantenerse callada mientras recorre el atrio hasta llegar a la gran sala donde se encuentran los del descanso eterno; una vez dentro ubicar la concavidad en el espesor de un muro con el “Reyes” como identificador y no omitir un saludo al arribar. Suelen ser visitas muy cortas. No hay mucho que decir en el momento porque afortunadamente la comunicación es en todo momento al ser omnipresente gracias a su tránsito espectral.
No sé si caminó al cielo, evolucionó en un ser superior o simplemente se extinguió su presencia al desaparecer físicamente. Algunas noches son más largas que otras y empiezan a navegar pensamientos sobre su destino. Sus palabras resuenan aún en ciertas experiencias donde su enseñanza fue primordial. Pero el remordimiento de no seguir su resolución de ubicación, no me deja tranquilo. El receptáculo que contiene sus cenizas debería estar en otra latitud. A final de cuentas, la familia Reyes ni creyente es para andar siguiendo reglas eclesiásticas de lugares santos. Pero la hermana incómoda se salió con la suya y sus restos terminaron en los nichos del templo.
Mi único consuelo son los pequeñitos que lo visitan con toda la ilusión de hacer contacto con el abuelo dormido, como ellos lo llaman. Esperando el día que en algún instante asome por algún vericueto y valgan todas aquellas visitas que le hacen. Finalmente, un día de éstos, sin aviso a nadie, me lo llevo nuevamente a sus orígenes, y como dice la canción “Yo soy de San Luis Potosí, del barrio de San Miguelito”.