Pola (cuento) / I

POLA (cuento) / I

Mel Toro

Primera parte:

Cada domingo ocupan los rancheros el centro del pueblo, desde que amanece hasta que anochece. En el mercado se atropella la gente comprando aperos y vituallas, más otros insumos para los remiendos a que dé lugar el trabajo de la semana. Los tendajones rebosan de público. Las viejas rocolas, meros taburetes de ruido, terminan de rellenar el día, todo el día, con sus sonsonetes descompasados. Por los portales, en las mesas, brilla el oscuro vidrio de las cervezas que se llenan y se vacían. Los rancheros, una vez resueltas sus compras, ocupan asiento alrededor de esas humildes mesas de uso cabaretero, regeneradas apenas con manteles de plástico. La basura y el agua, en combinación perfecta de moscas y lodo, mantienen caliente la mañana y la sangre.

Varios niños corren por entre la multitud. Uno, grandulón, monta en burro; el otro, en el caballo de san Fernando: ratitos a pie, ratitos andando. Se aspira por el ambiente el ansia siempre insatisfecha de canciones y de vino. Truena el latigazo burlesco del niño del asno al de a pie. Doblan las campanas en la torre, llamando a misa, y redoblan los golpes. El de a pie trae un libro en la mano. Pierde el libro en el lodo. El otro pierde la cabeza. Uno suelta la rienda, mientras el otro se ciega de ira. Éste grita de dolor y aquél ríe a carcajada abierta. Al fin, despavorido, el más pequeño termina corriendo, escapándose al castigo empuyado. El más grande también corre en su asno de ignorancia y risa, vencedora según él. Al niño del libro le corteja al paso un coro gritón de ‘eso querías’, ‘baboso’, ‘ándale pues’ y más monsergas recriminatorias.

Al corro de las burlas se une Pola, la vieja bruja. Con tono de cuidandera de niños en misa dominical, interroga a los presentes sobre las causas del incidente, aunque mal le aviene la razón del chisme. A ella le importa estar presente en todo evento colectivo y meter su cuchara, venga o no venga al caso. Sus defectos, se oye decir a los viejos que la conocen, le vienen de no haberse casado. Ha de ser cierto. Es de sabios traer la existencia a rastras, pero no en solitario. En el pueblo, la gente de servir, toda, está casada o arrejuntada. Y, si no le aqueja el mal de la esterilidad, mal que bien tiene familia.

La reproducción es valor estimado, tanto para las bestias como para la gente. Los que no pueden tener hijos propios, adoptan huérfanos. Como dice el refrán, el que no cría hijos, cría cosijos. Quién sabe qué pasará con los entresijos, pero la consigna impone que no hay que estar solo en el mundo. La conseja, que sirve de medida para casi todos, es no andar rodando solo por la vida. Para los solterones empedernidos, como Pola, la vida no tiene sentido. Viven nomás porque dios los echó al mundo. Pola nació entonces, según se oyen las habladas, sólo para mendigar y regatear el pan, sacándole cicuas a la vida. Así ha venido arrastrando el juego de su tramo de eternidad.

Pola es parte del paisaje, con una presencia versátil e infaltable en el jardín de la plaza de armas. Unas veces les revuelve los ojos con las cartas a las ignorantes, para luego ir a otro con su cuento, como si fuera secreto de estado: “Amigo, la carcoma te corroe. ¿Por qué no te le declaras a la hija de fulano? La traes loca. Que no te importe la edad. Es más grande que tú, pero ella te ama entrañablemente”. Cuando siente haber ganado la partida, baja la voz y marca en el oído un fraseo ininteligible, de parvada de conos, cuyo contenido es indescifrable. Pero siempre concluye con una frase en clave, que desenreda todo el negocio: “No me vayas a hacer quedar mal, ¿eh?”.

Según versiones, ha habido vecinas engatusadas por sus conjuros, que se ponen a invocar a Satanás por indicación suya. Cuando el señor cura Librado, que poco sale del curato, se enteró de tales patrañas, salió a buscarla a plena calle y a la luz del día. No fue difícil dar con ella, si ésta siempre habita entre los prados del jardín, buscando víctimas para sus inofensivos engaños. La miró desde lejos. Cruzó el jardín y se le plantó enfrente. La regañó delante de todo el mundo, hasta que se le cansó el galillo. La conminó a no aprovecharse más de la buena fe e ignorancia de los parroquianos. Pero Pola ha seguido en su oficio, pues de eso vive. Y el cura, con todo y su sapiencia, no ha de ser el hombre que la mantenga. Al menos así ha justificado el poco aprecio que le dio a la reprimenda.

Otros aseguran que lo de su pacto con el diablo es mero delirio de la imaginación calenturienta de la gente. Tiene ciertamente relámpago en los ojos, por el brillo de la frecuencia sacramental de misterios y engaños. Pero, aparte del defecto de robar, sin que se lo puedan demostrar bien a bien, nadie puede achacarle otro vicio por el que se le tilde de antisocial. Regatea, hace barullo. Siempre obliga a ceder a los comerciantes, con quienes trata. No porque su habilidad sea avasalladora, o porque las causas que defienda sean lo más noble del mundo. Simplemente los vence por cansancio. Pero el diablo, lo que es el diablo… a menos que éste la haya defraudado. Porque dinero no le dio. Así vive Pola más pobre que una rata.

(Continuará …)