Pola (cuento) / II
Mel Toro
Segunda parte:
Su fama no es buena. El vecindario, sobre todo el femenino, la repugna. No por sucia y zarrapastrosa, sino por sus honras pasadas. La repulsa le viene de su pasado meretriz. Ella regenteaba, junto con su hermana Santos, un prostíbulo de mala muerte por allá en La Ciénega, su lugar de origen. Por mal nombre apodaban al tugurio el congal de Las Merejas. Cuando perdió encanto el racimo de sus mujeres facilonas, porque envejecieron, o por lo que haya sido, la buena estrella de Las Merejas también declinó. Ante la ausencia de clientela masculina, ansiosa de ludibrio, salieron a trotar mundo. Les hacía parla una tercera hermana. Pero la madrota principal del bule era Pola. Por eso las lenguas viperinas del pueblo las mantiene envueltas en salsa verde.
Si bien pocas mujeres le refriegan en el rostro su triste pasado, ya es lumbre vieja. Ella les corresponde su laxa indiferencia con el misericordioso manto del silencio, aunque sean pocas. No es criticona. No anda de chintinosa, ni se fija en las minucias viciosas de los demás. Nunca trae en los labios a los vecinos. Se deleita a veces y participa la ronda de quienes estén cerca de ella, recitando versos principiantes de romances truncados. En ocasiones, entretiene a los muchachos, contando aventuras de sus viejos. Pero bien que tiene el cuidado de no delatar nunca las intimidades que vivieron éstos con las suripantas en sus tugurios. Eso sería traición mayor. Nadie se lo perdonaría. Es secreto profesional. Como si fueran secretos de confesión.
Su auditorio joven le cree todo, pues sabe que conoce a los viejos del pueblo. Los conoció guayabos. A Pola no se le notan los años, pero ya vivió muchos. Y a pesar de llevar tanto tiempo cargando esas espaldas, aún se le ve recorrer el mercado inhóspito, cojeando, apurada en llegar a ninguna parte. El garrote que le sirve de bastón anuncia su llegada o su retirada de los corros. Se mete a la plática de todos, sin que la llamen, sólo para anunciar su presencia, porque no dialoga mucho o no opina al buen tuntún. Se anuncia para estar presente y con eso basta. Sólo que la maceren, suelta prenda. Y vaya que sabe de cosas que es mejor no hablar.
Su estampa es inconfundible. Carga al brazo derecho, un cartón siempre distinto. A veces carga una gallina en él, o un guajolote, si fue éste el fruto de sus exacciones. Lo más, lleva en él zanahorias rancias, jitomates remaduros, alguna mano de plátanos, acompañados de alguna botella con infusiones extrañas. Sólo ella conoce el contenido del brebaje. También porta, todos revueltos, pañuelos cortados al estricote, igual que el pelo de su cabeza. Toda ella es confusa e infusa. Renguea, pero no suelta su inseparable caballo, en versión de los palos de escoba infantil, o cayado en versión de la curia, o simplemente el entendido bordón, para apoyarse y poder caminar con más seguridad ante los altibajos de banquetas y empedrados.
Cojitranca y todo, se trepó un dieciséis de setiembre, al estrado de la tribuna libre, de los que saben organizarse después de los desfiles. El pueblo reunido, el graderío lleno, sus pasos informes, todo sirvió de marco para propinarle una sonora rechifla. Pero ésta vino a ser producto de meros prejuicios por su facha, por no haberse detenido nunca a charlar con ella. Porque Pola acalló en un instante al griterío. Con voz firme y sonora, deleitó al público con una parrafada patriotera que fue cayendo a los oídos del público y acallando su repulsa. Al final, hasta le tributaron una cerrada ovación. “¿Veis allá en sus fumarolas / en sus simas, por sus abras, / llamas lívidas que corren / en el ábrego nocturno? …” Peroraba en declamación. La gente se miraba extrañada. Nunca hubiera supuesto que la tal Mereja recitara como declamador profesional.
Bajó del estrado en medio de una ovación cerrada. Pero no se envaneció. Descendió la escalinata con la misma humildad cotidiana que derrama bajo su oficio de celestina, taconeando el cayado que le sirve de bordón. Se acercó al ruedo, mandó que le dieran la puya y… picó al toro de la asamblea indómita. Fue memorable su discurso y dejó a todo mundo con la boca abierta.
De todas formas, la gente le rehúye. Aquella fue una anécdota que duró el flamazo de un cerillo. Los boleritos de la plaza, tan privados de suerte como ella, la hacen objeto de sus burlas. Las tortilleras del mercado, aunque le avienten el sope al cartón bajo su brazo, ni siquiera voltean a saludarla. Se la quitan de enfrente, como alejar de la ropa un güisapol enconoso. Y siguen metidas en su faena de masa, comal y metate. Los carniceros, más crueles en sus burlas, le tiran cuanta puya se les ocurre. La Mereja se deja escurrir por el lomo cuanta hablada y sátira le reviren, pues sabe que tras las risotadas vienen los tasajos de carne, las pepenas, los bofes, aunque sea. Con tales fritangas, en un campito que haga, satisfará su hambre eviterna y continuará su trajinar de palo y tranco.
En un momento impensado, los chiquillos de la gresca arrancan de nuevo por entre el tumulto. El del libro acierta al del burro una pedrada en la cabeza. Lo descalabra. El herido le cae encima a Pola, quien, como puede se lo quita. Ya liberada, Pola se encabrita. Se incorpora y la toma en contra del caído, con su solemne otatillo. Las mentadas de madre ascienden al cielo y le dan punto al calor del día. No es su estilo, pero siente que los agravios a su persona ya rebosan la copa y que hay que marcarles el alto. Los garrotazos tunden al chamaco, que ya no se defiende. Uno de ellos le ha atinado en la nuca y lo ha dejado frío. Ya no se mueve.
Pola deja de tundirlo y se aleja. Sigue impertérrita su camino. Se sacude la falda y va echándose aire con el abanico de la mano, para mitigar el agobiante calor de tan tórrida mañana, en un mercado pletórico de rancheros, bebedores compulsivos de cerveza y compradores angustiosos de vituallas. Ya no escucha los gritos de los boleritos y demás mirones que rodean al malherido, para darle aire y tratar de revivirlo. Otros corren hacia la comandancia a dar parte de lo visto. Un piquete de policías se apresta a ir a detener a Pola, la cojitranca, quien ni siquiera se da cuenta del estropicio enredoso en que se ha liado, si es que su burlador golpeado llega a perder la vida por su culpa. A la sombra de la celda, purgando su culpa, ya no tendrá necesidad de abanicarse con la falda para mitigar los calores agobiantes. Ahí ya es más bien el frío el que impera.