La maestra rural (cuento) / II

La maestra rural (cuento) / II

Mel Toro

Segunda de cuatro partes:

Era obvio para todos que Tiburcio había mejorado. Pero ya su vida no fue la misma. Y es que nada dura para siempre. La bonanza no pudo matarle la tristeza. Al contrario, la ahondó. Dio en beber. Empezó con poco, como casi todos los que caen en esas garras. Aumentó la ingesta del mezcal hasta que se le tornó incontrolable. Se volvió alcohólico. Se perdió. El consejo de su amigo Ramón lo encandiló con los arroyos de dinero que iban a pasar por sus manos. Y así fue. Pero también lo hundieron en una melancolía de la que nunca salió. Ni la caída de la tarde llenaba sus días como antaño. Se sumió en una reconcomia que no compartía con nadie, a no ser con su jarro lleno de mezcal. Le apuraba las heces, como con furia, como con odio. Ni cenaba, ni apagaba los nixtencos. Más bien trastabillando, venía a meterse a sus cobijas, para darse al sueño.

Se dijo que Chayo, enfadada ya de no tener sus cariños por lo borrachito, planeó la muerte. Primero se lió en amoríos con un querido. Luego urdieron ambos echarlo al pozo. Una tarde, ya a oscuras, salió de su casa la mujer, corriendo como loca. No paró hasta la comandancia. Los policías vinieron a la casa, que estaba atrancada y sacaron su cuerpo ya hinchado. Alguien alegó ver que, por el lado del carrizal, una sombra gruesa de hombre macizo saltó la barda. Pero nadie siguió pista alguna. Todo quedó en rumores y consejas. La muerte quedó impune, a pesar de que el comandante mismo descubrió que uno de los huaraches de Tiburcio había sido encontrado lejos del brocal. Halló también huellas de forcejeo y de arrastre. La autopsia arrojó una contusión grave en la cabeza. Lo atribuyeron a un golpe que se dio en uno de los salientes del ademe, cuando se iba desplomando al vacío.

A poco de la muerte de su marido, Chayo, su viudita, dejó el pueblo. Se fue a vivir con el querido. Nadie reclamó las propiedades, ni el dinerito que pudo haber dejado el difunto. Casa y huerta cayeron en el más profundo abandono. No volvieron a barrerse, ni a desbrozarse. Estuvo varios años invadida de breñas, hasta que llegó al pueblo una maestra que la rentó. Llegó de Michoacán, acompañada de un mozo. No traían hijos. Nada le estorbaba para lucir la plenitud de su hermosura. Alta ella, blanca, de ojos zarcos, mujerona bien plantada. Desde lejos imponía la dulzura de sus formas. Caminaba acompasada. Se desplazaba cual las mujeres fatales de las películas. Pero no cargaba con la arrogancia citadina, pues era visible su origen campirano.

De Coalcomán se había trasladado a vivir a Los Reyes. Había realizado estudios de normalista y se dedicó al magisterio infantil, a los niños ajenos, pues su vientre estéril le negó los propios. Aunque los sabía ajenos, sabía cómo moldearlos e imbuirles la mente a su antojo. Hábil para su oficio, pronto se ganó una plaza definitiva en la primaria del pueblo. Se abrió de par en par las puertas. A su destreza didáctica sumaba la belleza, serrana y abundante, que la enaltecía. Rubia, esplendente, de brazos níveos y de muslos firmes, pantera al acecho, seductora de presas maravilladas de su encanto. Dominaba hasta la mirada más acuciante. Siempre salía vencedora en cualquier lance con los galanes.

Aunque bella, no era lasciva ni altanera, sino más bien sencilla y recatada. Tenía una particularidad muy suya, muy reservada, que solía usar como arma escondida: la desenvoltura de sus costumbres montaraces. En sus andurriales se acostumbró a trepar las altitudes serranas de Michoacán y, en junta de sus amigas, bañarse desnuda en los arroyos fríos que bajan de la cresta montañosa. Atisbando por las ventanas de su escuela un esmirriado inspector suyo, sorprendió en este oficio a su escultural subordinada. La contempló a sus anchas. Se prendó del encanto. Juró que esa maestrita serrana reposaría en su lecho. Se imaginó colmándola de besos y caricias íntimas. Primero la cortejó, como hace todo galán empedernido. Pero sus mejores dotes de conquistador se estrellaron contra una fortaleza que sabía capotear toros bravos.

Ya enyerbado, empezó a hostigarla de mala manera. La reconvino por falsa impuntualidad a la entrada o a la salida. Ella observaba la puntualidad de un inglés. Pero los reportes decían otra cosa. Ni así se inmutó ella, ni cedió un ápice a los requiebros de su perseguidor voluptuoso. Le buscaba éste la cara por no completar programas, pero los pupilos lo contradecían. La saturaba de papeles por llenar, para obligarla a pedir respiro. La maestra cumplía estoica, sin apartarse un dedo de las exigencias formales del inspector. Ninguno de los dos rendía plaza.

El inspector dio en aumentar la frecuencia de sus visitas a la escuela. Iba trajeadito. Alguna vez hasta le llegó extravagante, vestido de charro. Para ella, seguía siendo persona distante; nada más un jefe, al que tenía que rendirle cuentas del trabajo. Sólo eso. No saltaba los muros de la confianza, pues no le punzaba el corazón por él. De barbita rala, casi lampiño, siempre bien rasurado, también se afeitaba la nuca. Le resultaba inconfundible su sofisticada elegancia.

Ella comprendía el acoso. Pero ni con una rendija de esperanza permitía que trasluciera su alma. Por fin encontró el inspector un garlito que consideró propicio para rendir el baluarte de su desdeñosa presa. Fue punto accidental, como lo son tantas cosas en la vida. Por agudizarse un poco de más la tensión entre el clero y el gobierno, que no hacían buenas migas, de la capital llegó la orden de apretar clavijas e impedir en las aulas cualquier manifestación confesional. No le importó a él mismo ser católico y practicante. Era oportunidad de oro para derruir la resistencia de la bella mentora.

_ Sé – la abordó – que se santigua y persigna a los niños, al inicio de las labores.

_ Sí lo hago, señor inspector, y lo continuaré haciendo.

_ Pues se meterá en líos con el gobierno, si la denuncian. Está prohibido condescender.

_ Quién me lo va a impedir ¿Usted?

_ No – reviró astuto -. Al contrario. Soy el único que puedo evitarle el golpe.

_ Pues ya puede irme denunciando. Estoy dispuesta hasta ofrendar mi vida por la fe.

_ Sólo le retirarán la licencia de trabajo. Usted es buena maestra, nuestra mejor joya.

_ Denúncieme, inspector. No temo la persecución. Estoy dispuesta al martirio, si me lo exige la defensa de mi fe.

(Continuará…)