Sobre el onanismo jurídico

Sobre el onanismo jurídico

Juan M. Negrete

Esto de enredarse en las volutas o borucas verbales, que infestaron luego a su extensión de lo que se escribe, tal vez es tan antiguo como su uso mismo. Los lingüistas nos ilustran de muchos episodios complejos de esta naturaleza. Pero no nos vayamos a estas disquisiciones, para no perdernos de la reflexión sobre las cosas actuales, que nos atañen a todos, y que son las que dan sentido al trabajo que realizamos en estos espacios.

Una experiencia más que común viene a ser el esfuerzo de todos los infantes, y que conste que todos fuimos niños, si bien muchos nunca dejan de serlo, para ajustar la imagen, del mundo que van armando, con la necia y cruda realidad. Se trata de dos compartimentos que por necesidad se tienen que corresponderse. De no hacerlo, el desajustado vendrá a ser una personalidad confusa, complicada y, en muchos casos, conflictiva.

Ejemplos de estas tareas sobran. Valga retrotraernos a uno de nuestros juegos, para los que no hallábamos salida. _ “¿Te cuento el cuento de nunca-acabar?”, era el arranque de una retahíla de intercambio de sandeces, que terminábamos enojados. Pero no eran episodios limitados al mundo palabrero. También brincaban desajustes a la hora de los hechos. Los chiquillos tramposos que hacían chapuza en nuestros juegos cotidianos, los que cogían el balón y remataban la diversión colectiva, en fin. No acabaríamos.

Ya de grandes, la vida cotidiana nos enfrenta todos los días a estos ajustes y desajustes, con los que estiramos las cuerdas de nuestra convivencia y nos ponemos en la realidad. Eso de rajarse en un negocio, por decir, es cuadro desagradable poco escaso. Más bien, frecuente. Y con tales metros nos medimos en el trabajo, en los tratos, en los compromisos, en los acuerdos y en todo esto que solemos mentar como civilización.

Pasarle la lupa a tantas páginas, que nos son habituales, sería un castigo estilo Sísifo. Pero vengamos al mundo colectivo, al de los acuerdos comunes y universales, a los que solemos designar como políticos. Cuando escucha uno que el candidato Trump dice que no reconocerá los resultados electorales si pierde, la verdad es que no encuentra uno ni la pista más gruesa, mucho menos los hilos delgados de lo que los primos practican como democracia.

Pero no sólo con los gringos se cuecen habas. Allá tipifican como terrorismo a muchos de los actos que realizan los países, a los que no han logrado someter, pero luego sueltan sus cargas de misiles para imponerles castigo por tales infracciones, sin que la destrucción provocada pase a formar en su discurso a los actos calificados de terrorismo. Justamente eso, nada más.

Solemos calificar a estas incongruencias como doble discurso, o doble moral, o medir con dos varas, o prácticas de ambigüedad. Por encuadres conceptuales no paramos. Pero el problema de fondo no viene a ser este ajuste conceptual, sino el hecho de que tales prácticas no desaparecen de nuestros hábitos. Sus secuelas destructivas se nos vienen en cascada, o en torrentes incontrolables. Y tras tales naufragios, mal sabemos dónde buscar refugio.

Una situación de esta naturaleza conflictiva se nos ha escenificado en los últimos días en el desarrollo comprensivo de las discusiones que tocan lo que estamos viviendo en el país y que tiene que ser clarificado. Viene a ser denigrante para muchos mirar la desfachatez de nuestra suprema corta en su esfuerzo denodado por impedir que se les aplique el veredicto popular de la reforma judicial. Ya sabemos de qué se trata el asunto, pues está más que manido. Pero busquemos hallarle alguna punta.

A diferencia de otros momentos en los que se ha reformado o modificado la constitución, en el proceso electoral recién vivido, la coalición de partidos que se levantó con el triunfo sí propuso en su programa de gobierno por escoger no sólo la modificación de que los togados fueran sometidos a veredicto popular, sino otra veintena de modificaciones a la carta magna. Si el electorado dictaminó masivamente por tal partida, pues no nos queda otra que avenirnos a que sea realizado y punto. Bueno, así decimos los tapatíos. Pero está bien claro lo que es un mandato popular, para medio mundo, menos para los togados. ¿Por qué?

¿Será porque en esta enmienda vienen siendo ellos los señalados para entrarle al baile? Lo mismito que Trump, entonces: Si pierdo, no reconozco como legales los resultados. Nuestros señores togados son los máximos jueces en nuestra realidad cotidiana. Cuidadito con que cualquier ciudadano o hijo de vecino se les ponga al brinco en sus dictámenes. Es como ponerse con Sansón a las patadas. Eso lo entendemos de siempre, lo sabemos y actuamos en consecuencia, buscando ahorrarnos dificultades. Sí.

Pero cuando la partida se refiere a ellos, ¿no están ellos obligados a la obediencia formal y real, oficial o inventada? ¿Cómo entender su disquisición tan perfumada de cuestionar si la constitución es constitucional? ¿Qué nos quieren dar a entender con tales diatribas en contra de nuestros mandatos fundamentales? Si descubren que la realidad no es real, ¿nos la van a permutar por otra, y nos van a obligar a todos a que la aceptemos como la única verdadera? ¿No serán todos estos galimatías, borucas y enredos, meros ejercicios narcisistas y paranoicos de onanistas jurídicos empedernidos?