Berkeley y la materia
Pseudo Longino
George Berkeley defendía que no existe la materia. Lo que conocemos, realmente, son ideas y sensaciones. Sólo cuando asociamos “rojo”, “redondo”, “liso” y “dulce”, por ejemplo, formamos la idea de “manzana”.
No hay “manzanas en sí mismas”, sino sólo nuestras ideas de “manzanas” particulares, que formamos por asociación de sensaciones igualmente particulares. Más allá de eso, no hay nada. El “ser” de las “manzanas” consiste en ser percibidas.
¿Y de dónde vienen las sensaciones? No de la materia, sino de la mente de Dios. Así como nosotros podemos, con la imaginación y la memoria, generar ideas propias, Dios, como espíritu, genera las sensaciones de todas las demás mentes, las pone frente a nosotros, como una película.
Esa película divina que vemos constantemente a través de los sentidos tiene una regularidad que llamamos “leyes de la naturaleza”, creada igualmente por esa mente omnipotente.
En resumen, para Berkeley no hay “cosas” o “sustancias” más allá de nuestra mente o de cualquier mente. Sólo hay ideas y sensaciones, cuyo origen es la gran mente de Dios, un fabuloso cineasta que pone ante nuestros sentidos no sólo imágenes, sino todos los colores, los olores, sabores, texturas y sonidos, en una secuencia admirablemente ordenada.
Al negar así la materia, el obispo Berkeley pretendía derrotar al ateísmo, cuya fuerza provendría de la creencia en una realidad subsistente y eterna, independiente de nuestro espíritu y de cualquier mente, que siempre ha estado ahí y sería la fuente de las sensaciones y las ideas, es decir, esa materia inerte, ciega, inconsciente.
Analizando, sin embargo, lo que es “conocer”, Berkeley coincide con Locke en que conocemos no tanto las cosas sino la representación de esas cosas tal y como aparecen en nuestra mente gracias a los sentidos: colores, olores, sabores, texturas, sonidos. A partir de ahí, él cree que es capaz de negar que esas sensaciones provengan de un “algo” material.
¿Por qué no pensar que pueden provenir, más bien, de otra mente? Nosotros, en efecto, no podemos producir las sensaciones que más bien nos llegan, pero sí podemos imaginar ideas, ¿no será que una imaginación mucho más potente puede imponernos las sensaciones? Eso sería la mente de Dios.
Si “ser es ser percibido”, algún despistado podría burlarse diciendo que entonces cuando un árbol no es visto por alguien no existe. Pero podríamos responder que Dios lo ve siempre, lo imagina siempre, lo pone siempre ahí, como sensaciones e idea.
Para refutar a los ateos, el filósofo irlandés tuvo que diluir las nociones de materia y de sustancia (en sentido filosófico). Solo existirían los sujetos y sus modos.
Borges, en el cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, juega con la pregunta de cómo se llamarían las cosas en un mundo en el que las personas no las piensan como sustancias, al estilo de Aristóteles (y el de la mayoría de nosotros), sino como productos mentales a partir de sensaciones. Así, en lugar de “manzana”, quizá sea mejor llamar a las cosas “rojo-liso-dulce” o “manzanear”. Es decir, nombrar o las sensaciones mismas o el suceder de esas sensaciones en la mente.
Si cambiamos la metafísica, es decir, el “ser” de las cosas, tenemos que cambiar también el lenguaje que las nombra.