Lucio, cincuenta años
Juan M. Negrete
Este miércoles pasado, 11 de diciembre, presentamos en el aula magna de la biblioteca iberoamericana, que fue la sede central de la universidad cuando la fundó fray Antonio Alcalde, la segunda edición de la novela de Andrés Gómez Rosales: El siglo veinte. Digo ‘presentamos’, porque el autor de estos renglones fue invitado a participar como ponente en tal evento, que por cierto resultó bastante lucido.
La novela versa sobre algunos pasajes de nuestra pasada guerra sucia, que no ha sido ni bien estudiada ni mucho menos trabajada a fondo, para que nuestro público mexicano la conozca bien. Dicha conmoción nos afectó en serio y por varias décadas, para que ahora pase desapercibida. Hablamos de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Pero a diferencia de los grandes movimientos sociales que conmovieron al país antes, la independencia, la reforma y la revolución, sobre el período de la guerra sucia nos han hecho falta buenos estiletes y plumas que se empeñen a desentrañar sus lados oscuros.
La novela de don Andrés Gómez le mete aguja a algunos de aquellos pasajes, ocultos y sórdidos, en los que se describen, con lujo de detalles, vida y zozobras de los habitantes de las noches de Guadalajara por aquellos días. De ahí tal vez que se le haya ocurrido bautizar a su relato con el nombre de uno de los burdeles más conocidos de por aquellos días: El siglo veinte, que se ubicó por la calle 5 de febrero, a un costado de la vieja central camionera.
Los avatares de aquella conmoción transcurrieron por dos vertientes. Uno fue el enfrentamiento de los rebeldes con el gobierno en el mundo urbano, que es de lo que más se habla cuando se abren estas páginas oscuras y a lo que se le da el nombre de guerrilla urbana. Pero hubo también su capítulo campesino, que fue tanto o más cruento que lo habido en los choques urbanos. El solo nombre de dos guerrilleros, profesores normalistas rurales por más señas, los más famosos de la vertiente campesina, retrata aquellos momentos tan difíciles de nuestro pasado no tan lejano. Uno fue Genaro Vázquez Rojas y el otro es Lucio Cabañas Barrientos.
Hace apenas dos semanas, el 2 de diciembre pasado, se cumplieron los cincuenta años del sacrificio del comandante Lucio. De ahí que sea oportuno recordar algunos detalles de los hechos que concluyeron con el abatimiento de su persona física y de su brigada armada.
Había desplegado el gobierno por aquellos días todo un ejército de hombres armados contra ese grupo guerrillero, para capturar a Lucio. Éste había secuestrado al gobernador Figueroa y exigió un muy alto botín por su liberación. El gobierno desató también una estrategia sigilosa para comprar soplones, que le ayudaran a ubicar con precisión el paradero del cabecilla.
Ya con buena información obtenida, el ejército desplegó, en aparatosa emboscada, a dos mil hombres para la captura de Lucio. Abajo del poblado Corrales, cerca del Guayabillo, en un lugar mencionado por unos como El Otatillo y por otros como El Otatal, municipio de Tecpan de Galeana, caen las fuerzas del ejército, comandadas por el general de brigada Eliseo Jiménez Ruiz, de la 27ª zona militar.
Es el lugar donde Lucio sostiene su último encuentro sangriento con el gobierno. Es el punto a donde les conduce Anacleto Ramos, el hermano de Isabel, los soplones, para trabar el contacto, que dizque iba a trasladar a Lucio a una nueva zona de acción. Anacleto desaparece furtivamente. El ejército se abalanza sobre su presa.
Pablo, Jaime y Juanito, tres muchachos de la tropa especial que acompañaba a Lucio, logran escapar. En la confrontación muere el cabecilla más buscado de la guerrilla Lucio Cabañas Barrientos. Junto a él pierden la vida también los hermanos Arturo y Lino Rosas Pérez (René). Marcelo Serafín Juárez (Roberto) es capturado vivo.
También a Lucio podían haberlo cogido vivo. Pero era demasiado el miedo que le tenían. Por eso lo matan. Según el parte oficial, el cuerpo es identificado plenamente por su tío Pascual Cabañas. Extienden el certificado de defunción los médicos Bulmaro Guerrero Ramírez y Manuel de la O Jacinto.
No lo exhiben al público. A nadie se le permite la entrada al pabellón donde permanece su cadáver. Como supuestamente sus familiares se niegan a recogerlo, el general Eliseo Jiménez dispone que un grupo de fajineros le sepulte. Nadie sabe dónde es inhumado. En el rincón derecho del panteón de Atoyac hay una tumba que, se dice, alberga los restos del cabecilla. Pero nadie les cree eso. Es pura mentira que murió Lucio, dicen los pobladores. El ataúd era demasiado pequeño para el cuerpo del profesor. No era el cadáver de Lucio, sino el de un cochito…
Otras versiones afirman que el ejército desapareció su cadáver, que lo dejaron en lo más profundo de las gargantas de la sierra, donde fue el enfrentamiento. Hay quien afirma que, pasada la sorpresa, sus propios compañeros exhuman los restos y se remontan con ellos de nuevo a la sierra. La población le canta a Lucio ya un corrido que empieza así:
Este es el corrido de un hombre valiente
este es el corrido que quiero cantar
un llanto en la sierra,
le espera su gente
sin saber que nunca
podrá regresar…