Paraíso a pique (relato)

Paraíso a pique / I

Mel Toro

Primera de dos partes:

La gente vieja, nacida y crecida en la cuenca del hoy casi extinto río Ayuquila, derrama vivas y ardientes lágrimas por él. Lo ve sucio, contaminado, derrotado. Lo contempla como a un dios caído, como a un gigante muerto, en plena descomposición. De ahí su tristeza.

Antaño era todo bien distinto. Por las tardes, cuando lo duro del calor amainaba, la chiquillada de los pueblos aledaños a la vega del río salía en tropel a las calles a jugar la ronda. El Grullo, El Limón, Tuxcacuesco, todos los poblados de la cuenca vivían un aislamiento proverbial, visto con los ojos actuales. La cinta asfáltica empezaba en Acatlán de Juárez, más o menos a 150 kilómetros de distancia, que era ya una buena lejanía. No había servicio telefónico eficiente. Alguna agencia con caseta y más nada. Se acudía a ellas cuando la necesidad de mensaje apremiaba. Tampoco había autos. Mal transitaban algunas trocas, las que por los fines de semana hacían descansar del trajín cotidiano de la vieja mina de manganeso en Autlán. Empedradas sus calles, apenas aparecía un pozanco era remendado por las diligentes manos lugareñas. Las cruzaban los carromatos, los pipones de agua, tirados por mulas. Lo más sofisticado de aquellos felices días era el traslado individual en bicicleta. No había accidentes viales. Los ruidos maquinales permanentes aún no se apoderaban de sus rúas.

Tampoco había aún agua entubada. Todo servicio de limpieza, que pasase por el agua, salía de los pozos, de las cisternas domiciliarias. Ni brocales ni carrillos descansaban. Los brazos trabajadores tampoco. A pura canilla se extraía el agua de la profundidad. No se quejaban los paisanos. La tarea, ingrata y permanente, debía ser cubierta. Empero relumbraban de limpieza las casas y las calles, como espejos. Olían a diario a húmedas, a mañana y tarde. Como dijera López Velarde: ‘a pan bendito’.

Viejas plantas de luz dotaban a los pueblos de servicio eléctrico. Pero tronaron aquellas y pasaron años a oscuras, hasta que llegó la compañía eléctrica ‘Chapala’. Mientras, se alumbraba la gente con aparatos mechudos, bombillas y velas con palmatoria, como en los años de la colonia. Los mayores no habían enterrado aún el recuerdo de la oscuridad plena. Los nuevos se adaptaron al mundo de la sombra nocturna y al silencio. Noches pacíficas, de una pieza, soldadas a la paz cósmica. Eran interrumpidas si acaso por sacudidas de los animales en los corrales, que igual dormían como benditos; gallinas asustadas por coyotes; tecolotes y murciélagos en busca de alimentos. Los grillos arrullaban el sueño. Y en los tiempos de aguas, coros de ranas entonaban la música.

Los pisos de las casas se hacían de ladrillo cocido o de tierra apisonada. Todas estaban siempre bien barridas y limpias; cubiertos sus corredores de helechos y lirios; las paredes, de guías; los jardines, tapizados de plantas florales y medicinales; los corrales, con ciruelos, con papayos, con guamúchiles, con mangos, con guayabos, con tamarindos, con arrayanes, con mameyes, con guanábanos, con limoneros, con naranjos, con limas de todas clases, con zapotes, con anonas, con granadas; y a los lienzos, recargado, el grito púrpura de las bugambilias.

Fueron años de dichosa infancia vivida entre saltos y juegos incansables, entre zambullidas en las límpidas aguas del río Ayuquila. En los cuadros del recuerdo, éste aparece como el elemento más dulce y noble. Fluía su corriente aún impoluta. Martillaba inacabable su susurro al golpetear las peñas la corriente, en su loca carrera por llegar al mar. En los remansos aún resuenan, labrados en piedra, los gritos y las risas de las muchachas y su canto jovial e interminable. Todo el día jugaban los chiquillos, corriendo y tirándose clavados desde las ramas de los árboles de la orilla, inclinadas a la fosa por el leve peso infantil.

Agua limpia y cristalina, fresca y dulce. El calor de aquellos años no está en el recuerdo de la piel. Nunca se lo dejaba llegar. Al medio día la tropa hacía alto de su incursión al río y corría a las huertas a comer sandías, a pelar pepinos, a adobarlos con limón y sal, a combinarlos con rajas de mangos y naranjas. Luego dormitaba un rato a la sombra follajuda de los palos, para continuar toda la tarde en el carnaval del agua, en las ollas de la vida que fue el río Ayuquila de aquella envidiable infancia. Ya por parte de tarde hacía atados con verduras, calabacitas tiernas, elotes, viandas frescas; hacía paquete con pescados de las pozas; y retornaba al pueblo, cansada de alegría, cargando a las espaldas el sol poniente, entreverando las rondas de los niños de las calles.

Digamos la verdad plena. Tampoco había drenajes. Muchas epidemias pudieron haberse evitado, como la de los proverbiales fríos que sacudieron el valle en el tiempo de la bola, al grado que la mortandad hizo que a muchos les enterraran vivos, pues no había cura para el que caía en las garras del paludismo, que fue la enfermedad base de esa peste. Lo insalubre de tantas charcas en el valle trajo su secuela perniciosa. No se conocían aún vacunas ni remedios efectivos en su contra. El paludismo se llevó a una buena porción de nuestra pasta indígena. Los viejos lo contaban como gracejada. Llevaban en carretas a tirar hasta cuerpos vivos de desahuciados. Ya en la fosa común, se escuchaban aún voces suplicantes: ‘Mama, ‘tole; mama, ‘tole’. Pero llegaba la picota cruel y respondía a los agonizantes: ‘¡Qué ‘tole, ni qué ‘tole! Cierra el ojo que ahí va el tierra’.

[Continuará…]