¿Cuál soberanía?
Juan M. Negrete
Hemos de aclararnos bien contenidos y alcance de nuestros conceptos fundacionales. Tienen que ver con los asuntos como la patria, el pueblo, la soberanía y muchos otros. Su significado se da por sobreentendido. Por eso nos hacemos luego bolas y terminamos todo reborujados. Se nos inculcaron desde el hogar y luego en la escuela. Se da por hecho que, ya inoculados, definan la visión de la mayoría de los que hollamos estos suelos. Como ya están en el subconsciente colectivo, nadie nos cuestiona su uso. Le pasa esto no sólo a los conceptos, sino también a los símbolos, los emblemas y hasta a algunos personajes historicos, que pudieran no ser tan heroicos y brillantes, pero los veneramos.
Como en las escuelas primarias se le da homenaje todos los lunes s la bandera nacional y se le hacen honores, aparte de cantar nuestro famoso himno nacional, hablamos entonces del altar de la patria con estas costumbres. Ya en la calle, cuando vemos que se iza la bandera, o si se arrea también, nos ponemos de automático en firmes. Y si oímos entonar nuestro himno, guardamos silencio y, de ser el caso, hasta unimos nuestra voz con quienes lo cantan.
Esto ocurre en las ceremonias públicas, externas siempre desde luego. Pero luego se nos ocurre extender sus alcances a otros eventos que no forman precisamente parte de la épica. El uniforme del traje de los jugadores de balompié está sometido a los colores del lábaro patrio. Le llamamos a este equipo algo así como selección nacional y sentimos que hasta el honor colectivo depende de la efectividad de los botines de estos jugadores. Lo mismo pasa en las competencias del box y de muchos otros deportes. Ya son paquetes conocidos para identifcación de los colectivos y no se ve que puedan desaparecer pronto tales rutinas.
De los personajes que entregaron su vida a conformar la historia, con la que nos identificamos, se han armado recuadros que no necesariamente se atienen a la autenticidad histórica. Pero más o menos damos por buenas sus biografías oficiales y les mantenemos prendida la lámpara votiva de nuestro cariño a todos ellos. Empezamos por Cuauhtémoc, a quien el gran poeta nacionalista Ramón López Velarde, lo apodó como nuestro joven abuelo: Único héroe a la altura del arte, lo apapachó. Y creemos que no se equivocó en armarle este retrato.
Suerte similar corren las imágenes de los padres de la patria: Hidalgo, Morelos, Juárez, Madero, Villa, Zapata… De querer mencionar a todos no nos ajustarían los reducidos pliegos que nos presta la revista para nuestra colaboración. Ni le daríamos atinado corte, pues son demasiados nuestros próceres a quienes les otorgamos sin chistar nuestro cariño colectivo. Bueno, hasta la nomenclatura de las calles de todas nuestras poblaciones compone con sus nombres. Tal vez para que nunca se nos olviden.
Por ahí, por esas sendas subconscientes, corren todos estos elementos y valores de lo que entendemos por patria, por nación, por pueblo. El nuestro responde al apodo de México y sus componentes somos los mexicanos, a mucha honra. No todos, pero casi. Y aunque no tengamos definidas muchas partidas, cuando se trata de nuestra identidad, de nuestros principios políticos, de la delimitación misma de nuestras coordenadas existenciales, nos ponemos guapos, que hasta bravatas echamos y, sacando el pecho, gritamos al cielo afirmando que un soldado en cada hijo te dio. Por ahí va la cosa.
Pues bien, en esto de las definiciones de lo que son el pueblo, la patria y nuestras identidades puestas en colectivo, juega un papel central el concepto de la soberanía. Se trata, con este concepto, de la definición de nuestra territorialidad, aunada pues a nuestra identidad colectiva. Y decimos que nuestra nación está compuesta de una población concreta (que somos los mexicanos), asentados en un territorio bien definido (cuyo mapa geográfico está más que calcado en la mente de cada mexicano) y que se atienen a una ley fundamental con la que ajustamos nuestra vida diaria y la obedecemos.
El punto de la obediencia a la ley central es el elemento complejo con el que están jugando nuestros vecinos, que es fuego en sus manos. Por supuesto que nos pueden no sólo quemar sino hasta chamuscar. Ya lo han hecho en otros momentos y se ve que nos les tiembla el pulso para volver a incurrir en tales barrabasadas. Es lo que vendría a ser esto de aplicar leyes o decretos de su ley en nuestro territorio. Como estos vecinitos gringos son como los tiburones, que no se andan con mamadas, más vale que pongamos el cuero a remojar y nos prevengamos para impedir o remediar daños mayores.
Con ellos hay que olvidarnos de los cataclismos y de los terremotos. Si hace casi doscientos años nos arrebataron todo nuestro norte territorial y siguen ocupándolo, ¿quién nos garantiza que ahora que declararon terroristas a los grupos de narcos asentados en nuestros rincones – a unos les decimos de Sinaloa y a otros de la Nueva Generación en Jalisco – no se metan sus soldaditos hasta nuestras cocinas, accionen sus rifles y provoquen muerte y desaparición de miles de paisanos, culpables o inocentes, falsos o auténticos positivos?
Es de lo que estamos pendientes, en ascuas, y no vemos que cambien ni su discurso ni sus hábitos en tal renglón. Los tenemos asentados en la frontera norte y parece que le volvió la basca expansiva al niño. Ahora se entienden mejor los duros momentos que vivieron con ellos nuestros abuelos para habernos inculcado a sus descendientes la alerta permanente y hasta la ira racional en contra de estas pretensiones, absurdas pero permanentes, de nuestros primos. Habrá que prender entonces todas nuestras alarmas y hacerles caso. Y no dormir en la ceniza. Más nos vale.