El día del grito (cuento) / II

El día del grito (cuento)

Mel Toro

Segunda de cuatro partes:

Se acercaban las fiestas patrias de aquel año y decidimos venirnos en bola a pasar los dos días por acá. Nos pusimos de acuerdo en una junta de las que hacíamos cada mes y al final nos repartimos en los carros en que nos íbamos a venir. El convoy fue de cuatro o cinco autos, bien llenos. A mediodía del quince, cuando ya todo mundo estuvo libre, arrancamos con rumbo a El Grullo. Nos vinimos despacio, gozando del panorama de un campo llovido y verde como suele estar en septiembre, siempre que no haya sequía. Entonces había pocas autopistas o carreteras con varios carriles. La que venía para acá era cinta asfáltica de ida y vuelta. Además cruza dos serranías, la de Quila y la del Chorrillo. Nos vinimos al paso y con cuidado. Se hacían tres horas a buen paso, como ahora.

Nos vinimos sin urgencia, haciendo paradas solamente cuando se nos acababa la cerveza. Nos volvíamos a surtir y seguíamos el viaje, sin prisa alguna. Veníamos a la fiesta, contentos todos. Éramos tan jóvenes y tan enjundiosos, que queríamos comernos el mundo a puñadas. Por ahí como entre las seis y las siete de la tarde, desembarcamos con bien. Nos dirigimos al centro, a buscar un buen aguaje para seguir ingiriendo bebidas espiritosas. Por esos años la mejor cantina estaba en puro enfrente del jardín. Era la casa de don Lino Preciado. Tenía un bonito nombre: Los Equipales. Después fue restaurante toda la residencia. Luego la perdió la familia Preciado. Los Jiménez la descompusieron en lo que ahora es. Aquel año era todavía un salón amplio que apuntaba al jardín. Lo llenamos en un tris. De golpe ocupamos todas las mesas. Los escasos espacios libres pronto se llenaron porque nuestra llegada hizo ruido y nos cayeron los amigos inseparables.

_ Dame nombres.

_ No insistas. No me acuerdo bien.

_ Haz memoria. ¿Qué te cuesta?

_ Cada uno de nosotros tenía sus amigos. Cuates de la sociedad de estudiantes eran los músicos del grupo Fujiyama, Chepe López, Toño García, Pepe Quintero, Luciano. También los jugadores del Progreso eran nuestros fans inseparables y los del mariachi grullense. Si no me acuerdo mal, llegaron por su cuerda el Pili, Mario Robles, Javier Pimienta, el Maripo, el Jiquilpan, Ramón Flores y algunos más. Ya no me acuerdo bien. Se me barre mucho el clutch.

_ Síguele, ya no te interrumpo. Voy tomando nota puntual de todo.

Seguimos empinando el codo, cómodamente instalados en Los Equipales, nuestra cantina favorita. Se la pasaba ahí uno muy a gusto. Ese día estábamos haciendo un ambientazo, como sólo lo saben hacer los jóvenes cuando están jóvenes y son muchachos desinhibidos y felices, cuando todavía no saben lo que es traer broncas atravesadas. Nosotros no teníamos quejas a la vista. Ni en el pueblo había broncas de nota y hasta al país le estaba yendo de pocas. Era Jauja. O así lo veíamos. Estábamos en la flor de la edad, no lo olvides.

Con lo que no contábamos era con las veleidades del clima. De pronto se encapotó el cielo. Se puso todo negro y cuando menos lo pensamos se soltó un tormentón de aquellos, que ya nos ahogaba. Parecía que la furia de los elementos nos iba a barrer de la superficie de la tierra. Yo no sé decirte cuanto rato duró lloviendo. Pero no debe haber parado antes de la hora y media o dos horas. Cuando ya amainó, bajaban del cerro unos torrentes que inundaron la plaza, el jardín y el mercado. Bueno, llovió tanto que el arroyo de la plaza rebasó las banquetas y se metió a la cantina, donde estábamos departiendo y bebiendo, sin medida ni control. No teníamos otra cosa que hacer que contemplar la borrasca y las cubetadas de agua que caían del chubasco. Luego nos embebimos en contemplar los cerros de agua que bajaba la crecientada. Bebimos y gozamos de un espectáculo inmejorable. Dábamos por hecho que ya se había cebado la fiesta del grito.

Enrique Flores, el Florindo, trabajaba en Recursos Hidráulicos. Llegó tarde, después de la borrasca. Pero cuando se integró a la chorcha nos dijo que había habido una precipitación pluvial por arriba de los cincuenta milímetros. Sí, fue mucha agua la que cayó. Pero el ánimo no se apagaba. Habíamos arribado al nivel de la euforia y todo era canto, risotada y grito en nuestro pecho. Nos abrazábamos. Cantábamos a voz en cuello. Traíamos la fiesta con nosotros, aunque el jardín, la plaza y las calles estuvieran empapadas y descompuestas. La soledad del punto parecía la del panteón que pinta el poeta en el Ánima de Sayula, porque hasta el servicio de la luz quedó interrumpido. Cosa que no nos inmutaba ni un tantito así, pues a nosotros nos incendiaba el fuego interior y estábamos convertidos en teas vivientes. Ya verás por qué te lo digo.

A veces ocurren hechos milagrosos. Yo no le doy mucha bola a esas cosas y menos a los que las cuentan. Pero como cosa de adrede de pronto se quitó la tormenta y volvió la luz. Los arroyos bajaban del cerro a reventar. Sus olas eran impetuosas. Mas de pronto el cielo se despejó. Los nubarrones desaparecieron y hasta vimos brillar en lo alto las estrellas. La gente que pudo había huido en estampida. Y a los que atrapó el chaparrón se refugiaron bajo el tejado del mercado viejo, en el templo o en la presidencia, donde mejor pudieron. De pronto se puso bonita la noche, si bien las lagunas y corrientes de agua no permitían a nadie regresar al cuadro del jardín. Todo mundo se resignó a la fiesta fallida. Sólo el presidente municipal formó al escuadrón de su docena de policías para marchar al kiosko, por ver si era posible pasar las calzadas de agua y dar el grito. Lo consideraba su deber patriótico y no se iba a quedar sin cumplirlo. Al menos por él no iba a quedar.

Don Juanito Carvajal, el director de la banda, era tan empecinado de sus deberes, como Ramón Acosta, el presidente. Eran igualito de temáticos los dos. Sin ponerse de acuerdo ambos, él ordenó a sus músicos que se trasladaran al quiosco. Lo hicieron primero que la policía. La banda empezó a tocar y unos cuantos parroquianos desbalagados hicieron acto de presencia, tomando asiento en las bancas del jardín, en cuyos espacios se dibujaban muchos huecos. Cuando nosotros, la manada de estudiantes, escuchamos los primeros arpegios, salimos a la banqueta y desde ahí contemplamos el espectáculo. Era hermoso. Se veía radiante el cuadro. Una banda municipal bien uniformada, dando un concierto pasado por agua, sin ruidos externos, sin boruca. El silencio más solemne para sus bien ejecutadas piezas. Don Juanito se veía extasiado, por decirte lo menos.

No soportamos la provocación de tan hermosa pintura y decidimos saltar adentro del cuadro, para salir en la foto. A fin que a esas horas ya nos valía un comino mojarnos los zapatos o las corvas. Brincamos al cuadro del jardín. Ya había descendido un tanto el nivel del agua y no nos resultó tan difícil encontrar morros para cruzar de salto en salto, como las ranas. Dos, tres docenas de muchachos, no te puedo decir exactamente cuántos, pero formábamos una buena palomilla, jacarandosa y jovial. Don Juanito se mostró aún más condescendiente con un público tan arrecho y derivó en complacencias. Su banda ya no tocó ninguna pieza por su cuenta. Se atuvo a la lista de las que le estuvimos pidiendo.

[Continuará…]