La locura de tío Chente (cuento) / III
Mel Toro
Tercera parte:
Cuando le referí a mi padre mis entrevistas con tío Chente, de pronto me escuchó sorprendido; pero al final coronó mi historia con una sonora carcajada. Tan circunspecto mi padre, tan sereno. Y fue incapaz de refrenarse. Le causó el peor ataque de hilaridad, que le conocí en su vida. Cuando se tranquilizó, seguía soltando risillas intermitentes. Luego me aclaró: “A lo mejor anda Vicente trascuerdo por ambición. Pero no es su estilo. Yo lo tengo por hombre de bien. Aunque las locuras por dinero no se notan. Dueño del pueblo, ja, ja”.
Fui yo quien empezó a perder claridad en lo que estaba viviendo en esos encuentros con mi tío. No me encandilaba su bisnes, como él lo llamaba, porque también a mí me sonaba a herejía. Me descuadraba su pretensión de aparecer como el propietario del casco del pueblo y que, a la par, deambulara por las calles andrajoso y mal oliente. Me resultaba paradójico el cuadro. Indagué entre los viejos que lo conocían. Encontré una historia distinta a la de mi madre y a la que él mismo esforzaba aparentar. No era ningún fracasado. Tampoco era ningún pobretón estrafalario. Era un hombre rico, que había hecho fortuna en la capital con las fritangas y el negocio del hueso molido y las grasas.
No sólo había hecho fortuna. Alcanzó momentos de monopolio de ese giro en la capital de la república, lo que le proporcionó dividendos altos. Era rico, muy rico. No le pregunté cómo había arrancado el inicio de su acumulación que lo volvió magnate. Sentía que inquirirlo sobre tal punto iba a ser falta de tacto de mi parte, cuando veía que me estaba cogiendo confianza. Tal vez hasta se me hubiese retirado. Pero nunca faltan acomedidos que le proporcionan a uno lo que quiere saber. Un paisano que vivió cerca de él allá, en la capital, me soltó la historia de su buena fortuna.
En su juventud se había encharcado feamente tras ciertas empresas agrícolas y matanceras, que le obligaron a ahuyentarse del pueblo, cargado de deudas. Arrancó a Guadalajara donde le abrieron la puerta los Gómez, paisanos nuestros a los que les estaba yendo bien. Se empezó a acorrientar en el giro. La fortuna le empezó a sonreír. Pero el premio mayor de su lotería se lo cazó cuando conoció a Nila, muchacha con la que se casó y formó familia.
Aquel paisano me contó Cómo mi tía Nila se casó tío Chente. Me contó que la gente del Tepehuaje de Morelos y de San Martín de Hidalgo eran puerqueros en grande. Introducían al rastro de Guadalajara todas las piaras que criaban y cuidaban en su tierra. Pronto se ligó mi tío con esa gente, pues andaba en el mismo oficio. Ambos pertenecían a familias de matanceros y chicharroneros. Hablaban el mismo lenguaje. El viejo, que luego vino siendo su suegro, se llamaba don José Camacho y le decían “el Pato”, por mal nombre. Pero este oficio de matancero era mera tapadera. En realidad ‘el Pato’ fue un guarura, un matón a sueldo. Sus méritos en campaña hicieron venir desde la capital a los enganchadores de guaruras y se lo llevaron junto con otro paisano suyo, Zenén Zepeda, para que le cuidaran las espaldas al regente Uruchurtu.
Así fue como emigró su suegro a la capital. Cargó con toda la familia. Entre ellos se llevó a tío Chente, que se acababa de matrimoniar con Nila. Uruchurtu fue agradecido con el Pato y con Zenén, sus eficientes pistoleros. Ya cuando sintió que habían envejecido o tal vez no tanto pero sí perdido reflejos, tan necesarios en el oficio de matón, los jubiló. Una jubilación temprana, pero necesaria. Les concedió el control del rastro. Con eso, los viejos matanceros se instalaron en Ferrería e hicieron cera y pabilo. Se enriquecieron a su antojo. Hacían y deshacían. Dondequiera que se paraban les respetaban, pues tenían vara alta.
El Pato cargó pronto con paisanos suyos desde su tierra de San Martín y del Tepehuaje. Pero ya no para guaruras, sino oficiosos diestros en lo de tablajeros y porquerizos. Tío Chente ya era su nuero. La experiencia y buen ojo de los dos para los negocios de las fritangas los convirtió en brazo y cabeza, sin saber discernir bien a bien cuál ocupaba uno y otro lugar. Se complementaron de maravilla. Trabajaron incansables, hasta que se apoderaron de la conducción del ramo en la capital. Se arriesgaron a comprar fiados muchos animales e hicieron punta en ese sórdido mundo que componen carniceros y freidores.
Lo que vino después fue, en cierto modo, normal. El Pato y tío Chente se forraron de billetes. Al grado de que cada año, el primero cargaba para las fiestas patronales de su tierra un tráiler completo con ropa y juguetes y lo llevaba a sus paisanos, que le esperaban frotándose las manos, como agua para chocolate. Terminó siendo muy querido y apapachado.
En estas lides, empero, conoció pronto y muy de cerca la mala entraña de la gente a la que favorecía. Vecinos de mala cabeza se metieron a su casona y se la saquearon. Se llevaron bienes y objetos valiosos, dejándole puros papeles en el suelo. Pero nada le molestó tanto como enterarse de que los ladrones habían profanado la memoria de su familia. Habiendo encontrado un retrato de su progenitor, lo desmontaron del marco, lo tiraron al suelo y se defecaron encima de la imagen. Fue profanación que nunca perdonó. Por eso jamás regresó al terruño, ni volvió a cargar con ingratos, para hacerles el favor de sacarlos de pobres. “Es una página de ingratitud de la que se arrepintieron los de Tepehuaje y hasta los de San Martín, porque nunca les volvió a rellenar de regalos en sus viajes de visita”, contó mi informante.
[Continuará…]