Nuestra conflictiva vecindad
Juan M. Negrete
No hay necesidad de explicitar de cuáles vecinos se hace la referencia de conflictividad. Como decía un historiador muy conocido en en ambiente universitario tapatío, Manuel Rodríguez Lapuente: A los guatemaltecos, con unos coscorrones los pondríamos en paz; pero con los gringos, ni para qué buscarle. Simplemente no podríamos con ellos. Por supuesto que Lapuente hablaba de un posible enfrentamiento militar.
Para referirnos a otras interacciones con los vecinos güeros, tenemos que echar mano de muchas otras variables, lo que nos obligaría a utilizar más catalejos, con los que visualicemos con más amplitud el panorama. Se establece la referencia a la variable de la fuerza, porque sirve de pista para buscarle el flanco atinado a lo que estamos viviendo con ellos. De no hacerlo así, con toda la atingencia del mundo, terminaríamos ingresando a una inimaginable batahola de líos y se nos desarreglaría el mundo, si no es que hasta se nos esfumara.
Los primeros que tienen que tocarse la puerta y estrecharse las manos son los gobiernos de ambos pueblos, el nuestro y el de los gabachos. Según sea la tónica de lo que hagan en este rubro los dirigentes, se norma la conducta del resto de los ciudadanos de ambas naciones. A quiénes se ponga al frente en el tablero administrativo, es asunto interno de cada país. Y esto tampoco amerita mayor explicación. Lo entenderán hasta los imberbes, ya que es una imagen muy socorrida.
Si le damos una repasada al tablero del historial de los gobernantes que nosotros, los mexicanos, hemos mandado a la trinchera frontal, nos llevaremos serias sorpresas. Con el conque de que hay que preservar la amistad con ellos, de que no hay que exasperarles, o de que hemos de hacer coincidir los objetivos primordiales en el funcionamiento de ambas economías, nos llevaríamos la sorpresa de descubrir que muchos de nuestros titulares han sido agachones, pusilánimes o hasta vendidos con la flotilla de sus pares güeros.
Para no irnos muy atrás en el tiempo, habría que sopesar en serio las variables que dieron pie al tratado de libre comercio que pactó nuestro gobierno y que se echó a andar en 1994. Encabezaba nuestro poder ejecutivo el impresentable Carlos Salinas de Gortari. Aparte de que ocupaba tal sitial de manera espuria, pues se sentó a la silla presidencial tras el escandaloso fraude electoral de 1988, el angelito se había formado en Harvard. Le inculcaron allá la colonización mental, la que asimiló en serio y luego la aplicó ya como gobernante.
No es cuestión de rebajar el análisis de todo un proceso, en el que participan muchas mentes y otro tanto de brazos, reduciéndolo a la responsabilización de uno o unos cuantos personajes. No habría reyes, si no hubiese vasallos, nos decían los antiguos filósofos. Y es axioma que se aplica a pie juntillas en nuestros días. Fue grande la turba de mercaderes locales, de grillos de a pie, de predicadores en medios vendidos, de mexicanos de mala monta, que avalaron y pusieron el cuerpo para agringar a nuestro país. Por poco y les sale.
Una de las banderas más efectivas de agitación política que enarboló Morena fue la denuncia de este formato de colonización que nos aplicaron treinta años seguidos. Lo sintetizaron con el concepto Neoliberalismo y lo pusieron como señuelo para tirar del poder a los promotores y defensores de tal forma de gobierno, que encerró siempre la entrega de la riqueza propia al latrocinio extranjero.
Podríamos documentar en estos espacios que fueron órdenes explícitas de Wall Street y de la Casa Blanca los decretos para abrirles nuestras fronteras a sus mercancías y a sus divisas, para establecer legalmente el saqueo de que fuimos objeto a lo largo de estas tres décadas. A muchos mexicanos nos desagradó desde inicio este cambio de marcha. Pero no veíamos la forma de parar en seco tanto saqueo. Hasta que pareció quedarle clara a la población tanta argucia de los vendepatrias y traidores y le hallamos la forma para ponerlos de patitas en la calle.
Fue curioso, por no pintarlo con más desgarbo, comprobar que se abrieron nuestras fronteras pues a las mercancías gringas y a sus dichosas inversiones, pero siguieron cerradas para la mano de obra nuestra que aquí iba quedando desplazada de sus fuentes laborales.
Da lo mismo que fueran labriegos u obreros citadinos nuestros trabajadores desempleados. Por necesidad vital buscaron la forma de seguir y buscar empleos en la casa de los saqueadores, a donde se iba el producto de su fuerza de trabajo. Las fronteras estaban cerradas para nuestros desplazados. Pero como los mexicanos somos muy empecinados para muchos asuntos, no se nos iba a apagar la vela por los candados aherrojados que les soldaron a sus puertas los vecinos, ni los muros que se dieron luego a levantar, para impedirnos el paso. Pronto les repoblamos con migrantes sus fuentes de trabajo.
Mas esto último debe quedarnos bien claro a ambas comunidades. Nuestros trabajadores no fueron a invadir el país vecino, mucho menos a sembrarlo de zonas de vicios y delitos, como ahora lo propalan para justificar la persecución de nuestros congéneres y paisanos. Deben entender bien que el trabajo busca y sigue al dinero. Si se llevan las ganancias, que obtienen aquí como dinero bien habido, han de ser consecuentes y permitir el libre tránsito de la mano de obra nuestra, que se guia por el faro de su supervivencia.
Son pues demasiados los focos que hay que analizar para entender la multifacética problemática que estamos enfrentando ambos países, en nuestra intrincada correlación. Pero si no atendemos de manera objetiva sus causas reales y le damos paso al racismo, con que lo manejan, no auguremos tiempos buenos, los venideros. Al contrario.