Algo anda mal

ALGO ANDA MAL (Cuento)

Mel Toro

_ Vamos a ver, ven, platiquemos. ¿Recuerdas cómo sucedió? Anda, haz memoria, a fin que ya pasó todo y lo vamos olvidando. Sí, sí lo recuerdas. Te lo leo en los ojos. Ese brillo te traiciona. Anda, ven, quiero saberlo de ti.

Vidriosos de lágrimas están sus ojos infantiles. Poco pido. Es el único testigo. Es la ayuda que Miguel su hermano necesita para salir de la cárcel. A todos mis intentos, Pedrito se ha desatado en llanto. Llora de nuevo ahora, aunque ya no tan fuerte. Gime, solloza. Después se irá a la cama y se tirará a ahogar sus nudos con ensueños. Cuesta trabajo hacerlo hablar, porque le toco la llaga que más le duele. Compadezco sus lágrimas. Nuestro mundo de adultos se descarga sobre él sin piedad, con todo su rigor, con todos sus odios, con inaudita fuerza. Él es inocente, un pequeño que tuvo la desgracia de estar en la escena. Se acongoja, impotente, y rompe a llorar con amargura. No le acompaño en su tristeza. También las cuencas de mis ojos están secas.

El lamento es mero lujo. Tenemos una fuente intermitente de la que manan chorros de amargura, de hiel, y que se derrama por los ojos. Pero acarreamos palos y ramas viejas y lodo y apresamos los cantos de la fuente que buscan la salida. Así vivimos, comprimiendo rencores, apresando lágrimas, desanudando la garganta. Alguna vez dejamos desatarse juntos los odios y las lágrimas. Salen en torrente desbordado matando, hiriendo, ofendiendo. Hilamos con insistencia nuestra propia muerte. El día menos pensado nuestros furores acumulados se volcarán en contra nuestra, nos asfixiarán con su asco y se acabó el corrido.

Me rasga el alma ver llorar al niño. Mis malos sentimientos se ensañan en su contra. ¿Dar esta amarga medicina a los pequeños, en lugar de ofrecerles mundos nuevos? Les educamos a palos, como antes o peor que antes. Les mostramos la crueldad. Les heredamos en cada golpe la tristeza, la maldad y la amargura. Ahora que toco la llaga particular de su dolor, llora. Tal vez esto es lo que nos haga falta a todos: que otro toque sin miedo la llaga humana y nos haga llorar amargamente. Es necesario que volvamos una sola vez siquiera la cara, contrahecha del rictus, y nos veamos todos iguales en el dolor, hermanados en el sufrimiento; a ver si así dejamos de perseguirnos mutuamente; a ver si así aprendemos que también el otro sufre; a ver si así ya evitamos de una vez por todas ese llanto continuo, amargo, que vierten al lado nuestros hermanos.

Pero no. Nos aferramos a una existencia sin sentido y no la abandonamos. Y golpeamos a todo mundo, queriendo permanecer en ella. Es más, queriendo hacer caber allí, revueltos, a nuestro orgullo y a nuestro odio, los hermanos y los hijos. Queremos comprimir nuestra existencia y echarla a la ventura, como náufragos que se aprietan contra su tabla y se hunden con ella en lo más intrincado del océano. ¿Cómo es que a los hombres nos gusta asesinarnos? Ni lo sé, ni quiero saber a qué se deba. Quisiera encontrar, más bien, el remedio para semejante mal. A ver cómo acabamos de una vez con este lastre.

Unos declaran su ideología encontrada a la de los otros, contienden entre sí y se matan. ¿Qué se logra con eso? ¿Qué avance trae la muerte de otros semejantes? Una misma mujer es pretendida por dos hombres. Se enteran ambos y, por quedarse uno solo con ella, deciden resolverlo a puñetazos. Los dos mueren, o uno muere y el otro huye. Los dos la pierden. ¿Con qué salió beneficiada la pretensa mujer? Los muchachos estudian y dedican sus mejores esfuerzos en echar a andar la maquinaria del sistema. Su voluntad les permite avanzar en sus empujes. De pronto caen a la cuenta de que la tal maquinaria, la que buscan apuntalar, es defectuosa. En lugar de ponerse a construir otra que sí funcione, salen a destruir la existente: ¿Qué logran con esto?

Yo me hice abogado, legitimador del sistema. Vivo de recorrer sus entretelas. Sé lo que debo hacer para encerrar a un delincuente en la cárcel, o para sacar a un inocente. Sé cómo invertir papeles. No tengo pretensión de cambiar el sistema, si de él vivo. Muchos andan enzarzados en la disposición de matar o dejarse matar, con tal de mejorar esto. Eso dicen siempre.

Miguel se enfrentó a Luis por quitarle a Anita. Que los tres fueran comunistas nada contó. Se liaron con violencia ancestral. Su ideología común no aminoró odios ni rencores. Ni su amistad antigua pudo evitar el homicidio.

A Miguel le inculpan alevosía, ventaja, premeditación, todos los cargos. Ciertamente Luis era cabrón con ellos, con todo y ser amigos. Anita no se le resistía. Cuantas veces la visitaba, a escondidas o a la luz, eran intensos sus desbordados raptos de erotismo. Lo supo Miguel y ardió en ira. No quería creerlo. Los espió para desengañarse. Al final lo terminó cazando. Fue suficiente un tiro. En la frente. No se ensañó con él. No entintó su crimen con la vesania. Simplemente descargó en su viejo amigo, en su camarada, un odio erótico proveniente de la promiscuidad del sentido de la propiedad en el amor.

Su expediente es antiguo, de amante despechado, aunque fuese comunista. Luis ya no vive. Testigo de la muerte fue Pedrito, hermanito de Miguel. No puede inculparlo, no debe hacerlo. Al contrario, debe sacarlo de la cárcel con su testimonio. Aunque llore, ha de sacar a su hermano de la cárcel con el testimonio que yo le arme. Quedará convencido y contento de que su hermano le deba la libertad.

Pero tendrá que contarme toda la verdad del hecho. De no ser así, yo poco podré hacer.

Yo pondré los recursos chuecos que aporta el derecho. De que eran amigos, lo eran. Míos también, los dos. Pero Luis ya no vive. Ya no podrá pagarme mis servicios. Lo aprendí muy bien en la escuela, junto a mis lecciones de ideología política.

Salir de la versión móvil