ARGUEDAS, CORRIENTE QUE ALIMENTA A VARGAS LLOSA

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Cuando Vargas Llosa escribió La Ciudad y Los Perros seguramente estaba pensando en José María Arguedas, que se describe a sí mismo, en su novela Los Ríos Profundos como un adolescente internado en el colegio católico del padre Linares, en la ciudad peruana de Abancay.

La narrativa lírica y apasionada de Arguedas penetra profundamente en el ánimo del lector, que es llevado por un muchacho de exagerada sensibilidad por los escenarios de ciudades criollas, en las que los indígenas quechuas permanecen como sombras marginales. Además sufre el personaje la soledad y la ausencia de su padre, que lo ha dejado en una ciudad extraña.

La narración de Vargas Llosa por su parte contrasta por la sobriedad descriptiva, casi objetiva. La Obra es una revelación y un acontecimiento literario en los países hispanos. La novela hizo una vertiginosa carrera, traducida a catorce lenguas. Describe el novelista la vida en el colegio militar Leoncio Prado de Lima, en el que se entra por favor del Estado, por vocación militar o por el castigo impuesto por los padres y en que conviven jóvenes de todos los niveles sociales, económicos, étnicos y geográficos.

Para los críticos, el autor injerta en un virtuoso cosmopolitismo literario el primitivo impulso sudamericano, el instintivo actuar indiferente ante convencionalismos europeos. El cuadro en conjunto es el alegato contra de la brutalidad y falsa virilidad que pretenden inculcar en los jóvenes para fabricar héroes y que en los hechos resulta en la anulación de toda sensibilidad.

Vargas Llosa no logra separarse de los arquetipos de Arguedas, los escenarios, los personajes, todos coinciden. Se puede decir que arranca con el impulso de Arguedas para crear su universo propio, que con el tiempo habría de llevarlo al premio Nobel. Arguedas por su parte es en cierta medida un romántico que desborda su narración al describir lugares, hechos, protagonistas, pero sobre todo al manifestar su afecto por los indios quechua, a quienes admira y siente cercanos como hermanos con quienes vivió su infancia. Su narración no se detiene en límites tradicionales de la literatura convencional, rebasa cualquier moderación y expresa sus emociones como el adolescente que interpreta, sobre todo en su identificación con el indio.

La orfandad que lo acompaña desde la partida de su padre, se manifiesta con tal intensidad que hace vibrar al lector, que observa impotente una realidad que el muchacho está lejos de asimilar, en un mundo hostil. Los pincelazos estéticos aparecen en casos como por ejemplo cuando describe un grupo musical, los arpistas indios tocaban con los ojos cerrados. La voz del arpa brotaba de la oscuridad de dentro de la caja, el charango formaba un torbellino que grabó en la memoria letra y música de los cantos, o cuando narra los viajes con su padre y describe como entran al Cuzco de noche, en que la estación del ferrocarril y la ancha avenida por la que avanzaban lentamente, a pie, le sorprendían. El alumbrado eléctrico que era más débil que el de pueblos pequeños que conoció. Las verjas de madera o de acero que defendían jardines y casas modernas. El Cuzco de su padre, el que le había descrito quizá mil veces, no podía ser ese.

Le dijo su padre –¡Mira al frente! – al tiempo que le señalaba una finca –Fue el palacio de un inca. Cuando su padre apunto al muro, se detuvo. Era oscuro y áspero, llamaba la atención su faz recostada y la blanca pared del segundo piso que empezaba en línea recta encima el muro. Corrió a ver el muro, que formaba esquina. Estaba a lo largo de una calle ancha y continuaba en otra más angosta y oscura, que olía a orines. Esa calle angosta, escalaba la ladera. Caminó frente al muro, piedra tras piedra. Se alejaba unos pasos, lo contemplaba y volvía a acercarse. Tocó las piedras con sus manos, siguió la línea ondulante, imprevisible, como las de los ríos, en que se juntaban los bloques de roca. En la oscura noche, en el silencio, el muro pareció vivo, sobre la palma de sus manos llameaba la juntura de las piedras que tocaba.

La traumática despedida de su padre la describe al decir que se separaron casi con alegría, con similar esperanza que después del cansancio que causaba la estancia de un pueblo que los iluminaba al empezar otro viaje. Pensó que él subiría la cumbre de la cordillera elevada al otro lado del Pachachaca, que pasaría el río por el puente de cal y canto, de los tres arcos. Desde el habría de despedirse del valle y vería un campo nuevo. Y en tanto en Chalhuaca, cuando hablara con los amigos, como forastero recién llegado, sentiría su ausencia, y pensó que exploraría palmo a palmo el valle y el pueblo y recibiría la corriente poderosa y triste que golpea los niños, cuando se enfrentan solos a un mundo de monstruos y de fuego, y de grandes ríos que cantan acompañados con la música del chocar contra las piedras y las islas.

Es Arguedas un testigo involuntario de la muerte de una cultura que agoniza ante sus ojos. La identificación con los quechuas, el lenguaje, la música, la fatalidad, es el fondo de la narración. Su inexorable desaparición y la insensible indiferencia de criollos y mestizos.

Es imposible no tratar de comparar a los dos autores peruanos. La narración fuerte, apasionada, profunda, como las avenidas de los ríos de Arguedas y la que en apariencia fluye por la superficie. Sin duda Vargas Llosa partió de Arguedas para seguir un camino propio, sin embargo la fuerza del tutor permanece inalterable ante los lectores que acudimos a las dos fuentes literarias, el rio vigoroso ante las calmadas aguas que ocultan las corrientes profundas.

 

 

 

 

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