Ayotzinapa a la vista / III
Juan M. Negrete
Con el decreto emitido para crear la comisión que investigue la desaparición de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa, el gobierno de López Obrador dio el primer paso al frente, para develar la densa nube de mentiras tendidas sobre este espinoso caso. Está claro que apenas es una aguja en un pajar. Si la cifra general, que se maneja en torno a los desaparecidos en estas dos décadas cruentas, casi llega a los cuarenta mil paisanos desaparecidos, hurgar por el destino de 43 chicos normalistas es cuota miserable. Cualquier extraño juzgaría que se está escabullendo el bulto en un problema enconado y doloroso. También se juzgaría que se está esquivando lo extenso por lo ínfimo. Son críticas ya vertidas por la comentocracia en turno. Pero los mexicanos en general sabemos que este caso en particular es emblemático, no único. No agota la variopinta tela de análisis a la que se debe someter el fenómeno desatado del crimen en el país. Mas fue promesa. El gobierno actual coge con él un leño ardiendo. Nos envía con ello el mensaje de que irá al fondo.
Hay una segunda medida, colateral a ésta, que toca el centro del problema educativo, imbricado completamente en esta dinámica: La derogación de la mal llamada reforma educativa. Por ahora no nos detendremos en los flecos de esta disposición, a pesar de que ocupa lugar central en la problemática de la violencia en contra de los maestros y los aspirantes a la labor magisterial. Ya habrá tiempo de revisar con calma los viejos embelecos neoliberales, dizque educativos, y las propuestas de solución con que los enfrenta el gobierno de Morena, recién instalado. Por ahora escarbaremos un poco más en los detalles duros de los muchachos perdidos y nunca encontrados, las evasivas y las fintas con que se estuvo haciendo pato (no ganso) el gobierno de Peña Nieto, con la intención de que nuestros lectores refresquen la memoria, nada más.
De manera sucinta, revisemos entonces las inconsistencias más graves de este acontecimiento tan deleznable. Veamos algunas de sus pifias más notorias, con las que se estuvo queriendo entretener y hasta engañar al público.
En las primeras explicaciones oficiales, los investigadores ensayaban a implicar a los muchachos victimados con los grupos ‘delictivos clandestinos’ de la zona. La esfera oficial los designa genéricamente con el nombre de ‘crimen organizado’, o bien los engloba a todos ellos como ‘narcotraficantes’. Casi en forma automática, el gran público descalifica a quien es presentado bajo estas sombras. Pues bien, ésta era la tónica. Resultó muy forzada, muy poco creíble. Cuando la PGR fijó ya la postura oficial del gobierno, el propio procurador Jesús Murillo Karam reconoció abiertamente que no había un solo indicio de que los muchachos desaparecidos estuvieran vinculados con tales ligas. Desde la versión oficial no se volvió a difundir más esta especie.
Vino luego la hipótesis de la cremación a cielo abierto en el basurero de Cocula. Difundida y conocida ya como ‘verdad histórica’, no soportó ni seis horas de su salida de las cabinas del régimen. Fue tan vapuleada, combatida en todos los foros independientes, que aunque se siga sosteniendo como línea central de investigación por la línea oficial, la primera secuela de su endeblez vino a ser la destitución del procurador Murillo Karam, lo cual reveló mucho fondo.
Una tercera vía consistió en fincarles la responsabilidad sólo a autoridades del nivel municipal y pugnar porque no rebasara tales círculos. Por eso, al principio se señaló sólo a la policía de Iguala. Con el paso de los días se abrieron líneas que llevaron la investigación hasta el municipio de Cocula. Pero se seguían conteniendo los hilos y tapando los vínculos, para que no brincara a niveles más altos. Se admitía la participación de policías siempre locales, siempre municipales. Ni siquiera se tocaba a los estatales. Y, claro, el contubernio con los grupos de los delincuentes locales no lo soltaban ni para dormir. Había que embijar con todo a los guerreros unidos y a los rojos.
Otra tendencia clave fue la persecución mediática de la ‘pareja imperial’ Abarca – Pineda. La orden letal, se dijo al principio, salió del presidente municipal y/o de su esposa. Con ello se tendía una insidiosa cama de satanización que ya saltó los reducidos límites municipales, pero que apuntó de inmediato hacia gente reconocida de la política estatal y nacional. Curioso. Brincaba el restringido nivel municipal, pero daba al traste a políticos opositores. Fueron apareciendo nombres como el de Ángel Aguirre, el de Luis Monzón, y hasta el de AMLO.
Muchos medios, hasta de nivel nacional, abrazaron con gusto estas pistas. Se entiende que lo hayan hecho por su actuar tan reacio al verdadero trabajo informativo profesional, que ha de ser crítico y veraz, sobre todo. Se sabe de mucha gente de prensa que sufre de adicción al trabajo bajo consigna o al favoritismo a la línea oficial. De inmediato se hacen eco de los boletines que se emiten desde el poder constituido. La morbosidad del público hace el resto.
Hay que señalar otra variable que duró mucho tiempo en los tinteros de los redactores ocupados en darle seguimiento a este hecho traumático. Consistió en la actitud persistente para regatear todo dato, análisis o señalamiento que estuviera dirigido al personal militar o a la policía federal en el acontecimiento. Con el paso de los días se fue documentando cada vez con más fuerza la presencia clave sobre todo de las fuerzas castrenses, al grado de que metió a todas las líneas de investigación en un callejón sin salida.
Pero el tumor más serio en todo este asunto lo representó la pugna en torno a que el caso se tipificara como ‘desaparición forzada’. ¿Por qué razón se les aparecía, a los titulares de nuestras instancias de procuración de justicia, tan vital que no transitara a dicha caracterización? Como es asunto de monta, lo dejamos para exponerlo, con la amplitud merecida, en la próxima entrega.