Caspar David Friedrich y la búsqueda del axis mundi

Caspar David Friedrich y la búsqueda del axis mundi

Carlos Delgadillo Macías

El pintor romántico alemán Caspar David Friedrich (1774 – 1840) expresó en varias de sus obras el símbolo del axis mundi (eje, centro del mundo), como metáfora de la conexión entre lo alto y lo bajo, el cielo y la tierra, la luz y la oscuridad, la carne y el espíritu, dios y el hombre. Se trata de una búsqueda que tiene como objetivo la reconciliación luego de la ruptura o desgarro, que sería posible por la vía estética, religiosa y también filosófica, a través de la contemplación y la experiencia del arte y la naturaleza.

Axis mundi

Como lo axial es lo que ha de conectar lo de arriba con lo de abajo, su símbolo se basa en la verticalidad. Cirlot menciona como ejemplos la espada, el menhir, la pirámide, la lanza, el tótem, el hacha de dos filos, el mástil, entre otros. Eliade resalta la montaña cósmica, que se puede hallar en tradiciones como la hindú, la budista y la jainista (el mítico Monte Meru o el Monte Kailash), pero también en la irania (el Harabezaiti) y la escandinava (el Himinbörg). Todas son elevaciones sagradas que remiten a la comunicación de lo divino y lo humano.

Es el mismo papel que juega el árbol cósmico, como el Yaxché de los mayas, que hunde sus raíces en el inframundo, su tronco se eleva sobre la tierra y sus ramas alcanzan los cielos, logrando unir la muerte y la vida. La columna simboliza lo mismo, como la vajra de Indra en el hinduismo o la trishula de Shiva, según explica Chevalier. El eje del mundo está en el centro de lo creado, permite su movimiento y la vinculación de sus regiones o partes.

Nuestras ciudades suelen incluir, en su centro, ese símbolo. El asta en la que ondea la bandera, las torres de las iglesias o los edificios seculares, los obeliscos y la escultura monumental, todos son ejemplos de construcciones que, asentadas en el terreno, se alzan muy por encima de lo que las rodea, proyectando autoridad, solemnidad y permanencia, más allá de los vaivenes cotidianos.

Los paisajes de Friedrich

Tres piezas del mismo periodo casi juvenil de Friedrich hacen evidente el interés por la representación del axis mundi. En el marco de un cristianismo subcodificado en clave romántica, el pintor pone en el centro distintos elementos simbólicos encaminados a mostrar esa reunificación anhelada por filósofos, hombres de fe y artistas del periodo.

“La cruz en las montañas” (1808) se hunde en la tierra, pero remite al cielo, como el punto de unión entre ambos. Hay una sugerencia de reconciliación de los opuestos, lo superior y lo inferior, lo material y lo espiritual. Es un símbolo de la encarnación, del descenso de Dios y también de su retorno al reino ultraterreno.

La cruz, cuyo mástil simula un tronco de árbol con vegetación, revela ya una mezcla de cristianismo y panteísmo, de adoración simultánea de Cristo y la Naturaleza, como apunta Antoni Amaro. El Hijo de Dios representa la materialización del espíritu y la espiritualización de la materia, esa Unidad que incluye a todos los seres.

El Crucificado no nos mira a nosotros, sino que parece dirigir su rostro hacia el Sol que no vemos, pero percibimos a través de los rayos que surgen detrás de los árboles y las rocas. El astro mismo sugiere la dualidad de la elevación y el descenso en su recorrido aparente por la bóveda celeste. Esta contemplación de la contemplación, por medio de la que Friedrich nos hace mirar a alguien que mira algo más, se volverá recurrente en sus lienzos, como un llamado al recogimiento y la reflexión. Es el recurso estético por el que se logra la vivencia del espectador en la pintura.

Más oscura, en tono y en mensaje, “Abadía en el robledal” (1809) presenta en un primer plano, empequeñecido y casi oculto, un cementerio, donde se desarrolla un funeral invernal, llevado a cabo por monjes. Las figuras humanas y el féretro son difíciles de distinguir, por lo tenebroso de la escena y la deliberada reducción de su tamaño, que apunta a la desantropomorfización del paisaje, propia de los pintores románticos y muy marcada en Friedrich.

Entre la niebla se alzan los robles que, aunque desnudos, representan lo perdurable y lo sagrado. El cortejo fúnebre entra en el portal, que simboliza el umbral hacia el más allá. El cielo, inmenso y luminoso, sugiere el destino espiritual del difunto, el otro mundo, el paraíso, la existencia después de la muerte. Las ruinas podrían apuntar hacia la religión cristiana y el cielo y los robles hacia el panteísmo, en una oposición que, nuevamente, los reúne.

Igual que “La cruz en las montañas”, la invitación es a la reflexión y la contemplación. Es un recordatorio de la muerte y la finitud, pero también de la redención. La atmósfera es de tristeza, melancolía y muerte. Y también tenemos lo sagrado o lo divino sugerido en las nubes y el brillo de la parte superior.

Siguiendo con la simbología del axis mundi, hay una línea en la que se unen (y distinguen) las sombras y la luz, la muerte y la vida, lo alto y lo bajo. El árbol, que podría parecer muerto, también simboliza la regeneración, como el Cristo que muere para vivir. Los árboles, como la cruz, hunden sus raíces en la tierra y elevan sus ramas al cielo. Se aferran al cementerio, pero superan las tinieblas y alcanzan la luz. Son la unión de lo alto y de lo bajo. De la oscuridad surge lo luminoso. Apunta Amaro:

Como axis mundi [el robledal] también alude a la unión de la tierra y el cielo, que en el cuadro están representados por el negro del suelo y sus raíces, y la luz que da en sus ramas respectivamente. También es un símbolo del microcosmos, mientras que la luz (el cielo) y el negro (de la tierra) representan el macrocosmos.

De nueva cuenta, las figuras humanas no nos dan la cara, están sumidas en su procesión y nuestra contemplación de lo que hacen invita nuevamente al recogimiento y la meditación filosófica. Como muestra del espíritu de la época, el mismo año de la composición de esta obra maestra, otro Friedrich, el filósofo Schelling, escribía en sus Investigaciones sobre la esencia de la libertad humana:

Todo nacimiento es un nacimiento desde la oscuridad a la luz; la semilla ha de ser hundida en la tierra y morir en las tinieblas a fin de que pueda alzarse en una forma luminosa más hermosa y desarrollarse bajo los rayos del sol. El hombre se forma en el seno materno y sólo desde la oscuridad de lo que carece de entendimiento (del sentimiento y el ansia, maravillosa madre del conocimiento) nacen los pensamientos luminosos.

En “Arcoíris en un paisaje de montañas” (1809 – 1810) la montaña y el arcoíris toman el lugar del eje del mundo, la primera oscura y el segundo luminoso, en un cielo encapotado. En primer plano está la figura humana, empequeñecida y dándonos parcialmente la espalda, contemplando el paisaje. Vuelve este juego de los opuestos reconciliados, que remiten el uno al otro.

Si las nubes pueden resultar amenazantes y tétricas, están surcadas por un brillante arcoíris que recorre de extremo a extremo todo el lienzo, contrastando también con la cima del monte, que, a su vez, reúne la tiniebla y la luz en su punto más alto y en su base. El resultado es una alternación de luces y sombras en franjas que comienza en la parte inferior, con la figura humana, continúa con la montaña, luego con el arcoíris y culmina con las nubes.

A lo lejos, el monte Rosenberg, que inspiró a Friedrich en varias creaciones, se eleva desde el valle arbolado para ser coronado por el arco luminoso. En medio, el cielo, casi por completo cerrado, se abre para revelarnos un fragmento de brillo lunar, justo en el lugar hacia donde podría dirigirse la mirada del personaje que aparece en la franja inferior. Así, cruzando las franjas intermedias, se logra la unidad interna de la pieza.

El hombre, con un bastón, recuerda a un viajero, un caminante que explora la naturaleza (como acostumbraban el propio pintor y muchos de sus colegas) y alcanza la experiencia de la soledad en el campo abierto, gracias a la cual logra reunirse con el todo, desde su minúscula posición.

Frente a la visión utilitarista de la naturaleza como mera fuente de recursos explotables, el romanticismo emprende una rebelión contemplativa y encuentra en lo natural la conexión con lo sagrado. A contracorriente del antropocentrismo moderno que pone al ser humano y su industria por encima del entorno, el pensamiento romántico responde corriendo del centro a la figura humana, reduciéndola (o eliminándola) en la representación pictórica y colocándola en su justa dimensión, subordinada e integrada en algo más grande, que la incluye.

El mensaje de Friedrich consiste en recuperar la comunión con la naturaleza, una comunión que puede ser estética, pero también filosófica e incluso religiosa, y que depende de dejar de pasar por encima de ella y, antes bien, encontrar en su seno el axis mundi que nos permita restaurar la relación de todos los entes, incluso los más opuestos.

Fuentes:

Amaro, Antoni (2022). El paisaje sublime como arquetipo de la imaginación romántica: C.D. Friedrich y J. M. W. Turner. Palma: Olañeta

Chevalier, Jean y Gheerbrant, Alain (1986). Diccionario de los símbolos. Barcelona: Herder

Cirlot, Juan Eduardo (2018). Diccionario de símbolos. Madrid: Siruela

Eliade, Mircea y Couliano, Ioan Petru (ed.) (2022). Diccionario de los símbolos. Barcelona: Fragmenta Editorial

Koerner, Joseph Leo (2009). Caspar David Friedrich and the subject of landscape. London: Reaktion Books

Schelling, Friedrich (1989). Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad humana y los objetos con ella relacionados. Barcelona: Anthropos