“Checo” Pérez y el azúcar

“Checo” Pérez y el azúcar

Pseudo Longino

En una obra clásica, Sidney Mintz estudió la producción, el consumo y las relaciones de poder involucradas con el azúcar, sobre todo desde la perspectiva británica. Con origen asiático, los ingleses comenzaron la siembra de caña en islas del Caribe, a partir de los siglos XVI y XVII. Trasladaron mano de obra esclava desde África, desplazaron a los indígenas y abrieron un mercado global, con eje en Londres.

Al principio, el azúcar fue un artículo de lujo, reservado sólo para las élites. La nobleza la consumía no sólo por su dulzura, sino por su exotismo y por la marca de distinción social. Los más ricos y poderosos obtenían validación con el consumo.

Mintz explica que, con el aumento de la producción, el azúcar refinado se abarató lo suficiente como para que las clases medias y bajas la consumieran de forma cotidiana. Fue un proceso de siglos. Cuando estuvo disponible en la mesa de los pobres, los ricos dejaron de consumirla como antes, no porque dejara de gustarles, sino porque ya no les daba estatus. Hubo, incluso, quien comenzó a despreciarla por picar los dientes o provocar obesidad, entre otras causas.

En general, la historia de las pautas de consumo nos da valiosas pistas sociológicas. Si queremos generalizar, el consumo muchas veces “desciende” desde las clases altas a las bajas, portando un nudo de significados relacionados con el producto. Si los nobles consumían el azúcar como “sutilezas” (un tipo de esculturas hechas de azúcar que resultaban carísimas en un principio), los pobres la consumían, después, sobre todo porque les aportaba calorías baratas.

Los patrones se repiten. Así, por ejemplo, las élites mexicanas, tanto económicas como políticas, comparten pautas de consumo que no están al alcance de las clases populares.

Los precios para el Gran Premio de México, que se corrió este fin de semana, van desde los 6, 800 pesos (los más “accesibles”), hasta los 30, 500, el sueldo de más de tres meses de un trabajador promedio. Por eso, asistir a la carrera es, sin duda, una práctica de consumo para las élites. Ahí las vemos, en la grada, vitoreando al piloto mexicano, aplaudiendo el paso de un automóvil, subiendo cualquier cantidad de “selfies” y videos a las redes.

Muy probablemente la mayoría de los que fueron a ver a “Checo” Pérez no es aficionada constante de la Fórmula 1. Quizá es la única carrera que ven en el año, pero para ellos es una marca de estatus asistir, es una forma de obtener validación como parte de la élite. Así como el azúcar en el siglo XVII, el Gran Premio de México tiene éxito entre los privilegiados como pauta de consumo reservada para los de arriba.

Pero, igualmente, ¿qué pasaría si, en algún momento, los boletos para el Gran Premio de México bajaran lo suficiente de precio como para que los de abajo asistieran masivamente? Seguramente se anularía el incentivo para que las élites asistieran. E incluso repudiarían el evento y no faltarían voces críticas, por la contaminación, el ruido o las aglomeraciones.

Cuando consumimos no sólo satisfacemos una necesidad biológica, como el hambre o la sed. O una necesidad como el entretenimiento o la diversión, en el caso de los espectáculos artísticos o deportivos. También cumplimos con imperativos simbólicos, reproducimos significados asociados a los productos, desde una taza de café hasta la compra de un BMW, o desde un libro de filosofía hasta una pantalla 8K, todo está mediado por un nudo ideológico.

La historia de las pautas de producción y consumo, así como la sociología que estudia los alimentos y los espectáculos, nos revelan qué es lo que determina nuestra conducta cotidiana y, al parecer, “libre”.