Chiste contado en un túnel / I

CHISTE CONTADO EN UN TÚNEL / I

Armando Martínez Moya. tionan

Parte uno. Los tesoros recuperados del fango.

Gravitan en la memoria como flashazos y vienen a nosotros cuando un acontecimiento vinculante nos retrotrae a ellos. Son los viejos recuerdos, que están ahí, en nuestro inconsciente, y sólo aparecen si una circunstancia nos hace revivirlos. Muchos de ellos, por no recordarlos nunca, se han perdido irremediablemente. Otros, agazapados en las entrañas de la memoria, afloran cuando alguien o algo nos hace volver a ellos. Ahora me ha pasado y aquí lo contaré. Pero no ha sido producto de una circunstancia vivida o un acontecimiento o un paisaje; sino la breve lectura de un chiste.

Un chiste simple, de color blanco, que por un juego de palabras, como lo verán, genera un comentario jocoso. Pero relato primero cómo llegue a él.  Fue en el baratillo de la 74, un jueves. Digo baratillo porque es la parte final del tianguis, casi llegando a Javier Mina. Debí llamarlo en realidad: genéricamente así: tianguis, que es su nombre oficial. Pero lo llamo baratillo porque en esas partes finales de él y de todos, se instalan los comerciantes más informales, para llamarles de alguna manera. Son los que venden cosas viejas y usadas de todo tipo. Baratijas, relojes de colección buenos y destartalados, lentes baratos. Ahí se pueden desde luego encontrar objetos valiosos, pero casi todo es desvencijado, pirata, hay juguetes antiguos, ropa usada -pero no la de las pacas de ropa extranjera, que hoy son una gran industria (bueno, guardando las proporciones), sino digamos ropavejeros, que consiguen vestimenta de personas que se deshacen de ella o de algún muertito. También herramientas usadas, pomadas caseras, discos de acetato y también CDs de medio uso; a éstos últimos los alcanzó el destino, pues no hace mucho eran la onda. Yo los sigo comprando a pesar del regaño de mis hijos que me dicen que todo está en internet.  No lo creo, pero ¿Quién se resiste a ese ritual secreto de encontrar entre la basura un tesoro?

Estos son los lugares que a mí me gusta visitar principalmente, porque venden libros viejos, papeles antiguos y folletos de otros tiempos. Los uso para mis investigaciones; son fuentes documentales muchas veces invaluables, cuando cambian su condición de ser cosas viejas y convertirse en materiales patrimoniales y de consulta. Bueno, no casi siempre los encuentro.  Los vendedores cambian de ramo. A veces tienen una cosa y a veces otra. Depende del fortuito devenir de hacerse de lo inverosímil. Ahí encontré dos libros de mi amigo Negrete, los cuales jamás estarían en librerías. También de mi tío abuelo Ángel Moya Sarmiento.

Deambular por estos mercadillos delirantes ha sido siempre mi obsesión. Estando en un congreso, mi malogrado amigo Gonzalo Nava encontró en Serbia un mercadillo igual paseando por Belgrado y fue corriendo al hotel para darme lo que sería la noticia más fabulosa que podría comunicarme. Encontré ahí unas viejas fotografías de las cuales compré sólo algunas porque estaban caras.

En los mercadillos que he visitado hay vendedores que no saben el valor de las cosas que ofrecen. He encontrado libros casi incunables a un precio irrisorio, pero luego me quieren vender un ejemplar en facsímil como si fuera original, muy caro. A veces regreso con mi mochila llena de cachivaches y chácharas realmente satisfecho y feliz para ver en casa con detalle esos oscuros objetos del deseo. Otras veces regreso decepcionado por no haber encontrado nada, no obstante haber caminado mucho.

Ese tianguis de la 74 es mi favorito, porque las cosas que me gusta comprar están concentradas como dije en las orillas del tianguis, de un lado y del otro. También por la avenida Juan Pablo II hay otro que a veces visito. El clásico baratillo de la 34 fue durante años mi tianguis preferido, pero creció tanto que para buscar cosas como las que a mí me interesan hay que recorrerlo todo, y con tanto calor y los años que se me han ido acumulando, se me va haciendo cada vez más pesado.

Sólo mi hermano Humberto me aguantaba estoicamente el paso.  Ahora el único ser que me comprende es mi amigo Oscarín, que es anticuario y experto en vender bisutería y cosas de oro y plata. que consigue chachareando en los tianguis más populares de Guadalajara. Hemos hecho a veces mancuerna, pero se entretiene demasiado regateando. Él me ha llevado a los mejores tianguis donde venden esa mercancía inaudita del tercer mundo. Oscar vende en el Trocadero (es de los fundadores) en la avenida México; pero ese lugar ya se echó a perder desde que lo visitan los ricos, para quienes es una moda ir. Muchas cosas están muy caras ya.

Estos chachareros son una estirpe incomprendida; están invisibilizados y se les permite trabajar aparentemente por lastima por parte de los inspectores del ayuntamiento, a los cuales les dan unas monedas sin recibir, obviamente, ningún recibo a cambio. Recolectando aquí y juntando allá, los inspectores juntan su dinerito. Se instalan estos vendedores en las calles que no están autorizadas para ser tianguis: sobre la banqueta, entre autos, pegados a las bardas de los mercados, las escuelas y los panteones.

Su labor permite la recuperación de un acervo de la vida cotidiana que habría estado destinada a la basura. Es un rescate involuntario de artefactos culturales que, en el contexto de la Historia o el arte objeto, constituyen una valiosa aportación. Algo semejante como cuando un arqueólogo, escarbando en una ciudad antigua, descubre su basurero

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