¡Chulada de justicia, la nuestra!
Juan M. Negrete
Cuando la niñez de este redactor, se popularizó una canción que afirmaba: como México no hay dos. Tal sonsonete se nos metió entre ceja y oreja, al grado de volverse refrán popular. Tuviera o no sentido, se nos aplicaba por aquí y por allá sin mover los entresijos. A veces ocurre que aparece más de algún atinado que sabe aplicar al momento el sentido de estos díceres y nos divierte escalda la oportunidad. Ahora lo mencionamos como rémora casi enterrada.
Mas hemos de detenernos en esta afirmación última, que pareciera no tener sustento. Con la especie de las rémoras enterradas se nos aplica el pasaje de la comedia de don Juan Tenorio, que dice literal: Los muertos que vos matáis, gozan de cabal salud. No se equivocó Zorrilla. Adivinaba mejor que muchos otros lo que vendría a caracterizarnos a nivel mundial. Otros suelen sacar el pañuelo culterano y afirmar que en nuestro bello país el surrealismo es mero costumbrismo. Y más por el estilo.
Pues bien. Nos ha dado por construir en nuestros imaginarios locales la idea peregrina de que siempre nos antecede un pasado que nos atosiga. Pero, debido a un esfuerzo generacional inconmensurable, poco a poco superamos las etapas viejas y accedemos, así sea dando tumbos, a momentos nuevos, a realidades deslumbrantes y hasta redentoras. Es una construcción mental tan extendida y ahondada en nuestro actuar, que casi ni merece mención.
Por no remitirnos a momentos más arcaicos, tomemos como ejemplo aquella dura realidad en la que se desarrollaban nuestros abuelos. Podemos referirnos todavía a ella con las películas en blanco y negro. Aquel mundo campirano, de dominancia rural, que nos duró intacto tal vez hasta el sexenio del Tata Lázaro, se sostenía en una composición demográfica en el que el ochenta por ciento de nuestra población radicaba en el campo. El veinte por ciento restante componía la población urbana y es probable que hasta nos estemos excediendo en los cálculos. Pero cuando nos llegó la fiebre del citadismo y la industrialización, empezó una lucha por desplazar lo viejo y en afanarse por realizar los sueños de lo que se pintaba como nuevo, de tal modo que nos encandiló.
Lo viejo era lo rural, lo campesino, lo pobre, se decía. Y ese viejo México, atrasado y sumido en la pobreza y en la ignorancia, debía pasar a la historia. No podíamos seguir apareciendo ante el mundo como rancheros, como no fiables, como seres de otro planeta. Por ahí de la década de los años sesenta del siglo pasado se emparejaron los cartones demográficos entre lo citadino y lo rural. Pero como bien se sabe que caballo que alcanza gana, nuestra ruralidad terminó descendiendo y reduciéndose, al grado de que se nos invirtieron los valores. Aquel México viejo y sombrerudo, aquel México de rancheros de huarache, no cubre más del veinte por ciento de nuestra nueva realidad poblacional.
Se supondría entonces que, con la llegada e implantación del urbanismo entre nosotros, desaparecieron aquellos lastres y embelecos que dominaban el espectro de lo mexicano en el mundo. La ignorancia, la displiscencia, la indiferencia ante lo realmente valioso, pero sobre todo la falsedad en las definiciones civilizadas, como lo son el derecho, los valores étnicos, la decencia cotidiana… ¡Qué bonito es soñar!
Nuestras urbes se saturaron con hombres nuevos. Los papeles fundamentales con que nos regimos ocuparon su altar cívico. La mentira y el atraco dejaron de fungir, al grado de que los difuminamos los mexicanos en nuestro historial reciente. Por eso fue que vino un prócer de la estatura de Carlos Salinas de Gortari y signó un acuerdo con nuestros vecinitos imponderables, los gringos, con el cual los mexicanos le dábamos la espalda de una vez por todas a nuestro pasado latinoamericano, arcaico y pobre, e ingresábamos con paso firme al terreno del primer mundo. Ya casi llevamos medio siglo transitando con tales trotes.
Este trotar anhelante nuestro ha permitido entonces que hayamos reconstruido todo lo que estaba mal hecho; que pusiéramos en su lugar por ejemplo a quienes accedían a los sitiales del poder por la fuerza o por los fraudes, a buen recaudo; no necesariamente en la cárcel, como lo están haciendo ahora los colombianos con Uribe, pero casi. Nuestras ciudades son un espejo y nuestros campos ubérrimos. Casi el paraíso, hubiera dicho Luis Spota.
Imaginarse entonces que hubiera secuestradores o raptores, que violentan las voluntades particulares, era desbordar los límites de lo permitido. Eso de construir escenas ficticias, como la que construyeron a una mano Carlos Loret de Mola y Genaro García Luna, para mostrar al público mexicano nuevo la eficiencia de la policía y detener a los transgresores, parecía como un cuento de hadas, aunque invertido.
La francesita Florence Cassez y su novio mexicano Israel Vallarta, fueron a dar con sus huesos al bote, por no entender que en México vivíamos en un nuevo Jauja, por no saber cómo integrarse a él. Tal vez por eso fue que cuando el presidente francés en turno, Nicolás Sarkozy, le reclamó en una comida al nuestro, Felipe Calderón, exigiéndole la libertad de su ciudadana, éste cortó de golpe el choro a su par y lo dejó hablando solo. No dudemos que hasta le haya mentado la madre, conociendo el talante de nuestro michoacano.
Pero el tiempo le dio la razón al francés y a todos los escépticos que no dábamos crédito a la positiva evolución que han sufrido nuestros avatares. La francesita fue sacada de la cárcel cuando Peña Nieto y remitida a su país, aunque Israel Vallarta continuara en el bote, purgando sus delitos. Inventados o no, él debía seguir a la sombra. Pero, ayer, que nos lo liberan. ¿A poco no resulta imponderable nuestra justicia?