El peligro que conlleva el confinamiento como medida para contener la propagación del coronavirus, va mucho más allá del escenario económico que incluye parálisis de la planta productiva, aumento del desempleo, disminución del mercado interno, menor recaudación fiscal, fragmentación de todas las cadenas de producción y comercialización. Finalmente, una vez levantada la cortina de la economía regresaremos poco a poco a recuperar una buena parte de lo perdido; sin que eso signifique regresar necesariamente a la “normalidad” que nos condujo al hoyo en el que estamos metidos.
Desde luego que la sacudida económica no es un asunto menor, ni mucho menos pretendo restarle importancia, sin embargo, me parece que un peligro mayor, producto del confinamiento, es el aumento de la violencia al interior de las viviendas.
“No hay un lugar para estar a salvo, no tengo un rincón para esconderme. Los gritos y los golpes; el maltrato y los insultos, además de las amenazas de muerte me persiguen por todas partes. Ahora con la pandemia ni a la esquina puedo salir para estar más segura. Ni los vecinos se asoman. Mis hijos viven lo mismo. El terror. Antes, por lo menos, mi esposo salía a trabajar, pero ahora lo tienen descansado, está desesperado y se desquita con nosotros. Yo solo quiero que esto acabe, antes de que él acabe con nosotros”.
Esta es una voz, para la que no es necesario adjudicarle un cuerpo, porque es la voz de muchas mujeres envueltas en la violenta agonía del confinamiento.
Los gritos no se dejan de escuchar, estremecen a propios y extraños, sin embargo, no encuentran eco en las preocupaciones macroeconómicas de sociedad civil y gobierno. Pareciera que la violencia intrafamiliar se da por hecho con pandemia de coronavirus o sin ella, así que solo es cuestión de tiempo y poner en marcha nuevas estrategias de supervivencia para que las familias se adapten al nuevo escenario y resistan hasta que les permitan salir de sus casas. Siempre y cuando, aún tengan tiempo y vida.
“Ya no me pegues por favor, yo no hice nada. No te desquites conmigo. Tampoco regañes a mi abuela. Mejor corremos a mi papá. Estaremos mejor sin él, al fin que ni dinero da. Más bien, te quita lo que ganas. ¡Que ya no me pegues, te digo!”.
En una vivienda de escasos cincuenta metros cuadrados, donde ni siquiera se tiene derecho a la soledad, cualquier momento es el indicado para violentarse entre los miembros de la familia. Los menores, las mujeres, las abuelas, los hombres, todos luchan por sobrevivir en un palmo de terreno.
La casa ha pasado de ser un dormitorio, con pocas dinámicas durante el día por la huida cotidiana de sus miembros a buscar el futuro, a convertirse en el escenario de la rebatinga diaria por los escasos recursos que se tienen.
La distancia entre los miembros se acorta peligrosamente. Los roces y las miradas incómodas se incrementan. Cualquier acción detona la violencia y no existe una guarida para la protección. Desde el más fuerte hasta el más débil, la violencia cae como potente cascada sobre la espalda de aquellos que no saben de pandemia, ni de la sana distancia, ni de la crisis económica; solo saben que el infierno de la violencia sin adjetivos en el que vivían antes del confinamiento y del que lograban “escaparse” por las mañanas, hoy los acompaña y los tiene atados al cadalso de sus verdugos.
@contodoytriques