Por Raúl de la Cruz
El sumo pontífice no ha sido la única figura relevante en la historia que confesó su admiración por el deporte. En diferentes ámbitos de la vida humana, cientos de líderes han revelado en las pasiones deportivas una dimensión íntima o simbólica de su figura pública.
El Papa Francisco ha seguido hablando del deporte como un espacio privilegiado para la formación humana. Lo ha definido como una herramienta educativa, como una escuela de vida. En cada discurso, en cada audiencia con atletas, su mensaje ha sido claro: el deporte puede sanar, unir, construir.
No es casual que haya impulsado iniciativas como Scholas (un programa que hoy une a miles de escuelas en todo el mundo), o que haya respaldado partidos por la paz en los que participaron leyendas del fútbol mundial. Francisco entendió que detrás de una pelota hay algo más grande: valores, comunidad, dignidad.
Su mirada del deporte no es romántica, sino profundamente realista y comprometida. El juego, para él, es una plataforma para transformar. Y quizás por eso, el 14 de agosto de 2013 en Roma no fue solo un partido. Fue un punto de partida.
Ese día, los planteles de Argentina e Italia se reunieron en el Vaticano para ser recibidos por el Papa Francisco. No era solo un saludo protocolar: era un momento de comunión entre deporte, fe y humanidad. Francisco, con la cercanía que lo caracteriza, les habló a los jugadores como quien conversa en un vestuario antes de salir a la cancha.
—No se olviden que son modelos para muchos, tanto dentro como fuera del campo —les dijo. Y agregó—: El fútbol puede y debe ser una escuela para construir una cultura del encuentro.
No habló de táctica ni de resultados. Habló de respeto, de trabajo en equipo, de humildad. De esas cosas que, tanto en la vida como en el deporte, hacen la diferencia.
Aquel amistoso terminó 2-1 a favor de Argentina. El resultado, sin embargo, fue lo de menos. Lo verdaderamente valioso fue lo intangible: el símbolo, el mensaje, el gesto. Un Papa argentino, futbolero, hincha de San Lorenzo, convocando a dos naciones a encontrarse no para competir, sino para celebrar. En el estadio, en las tribunas, y sobre todo en los corazones.
Por cierto, el Papa era un seguidor del San Lorenzo de Almagro, y me cuenta un amigo argentino que, siendo apenas un cura, eran frecuentes sus visitas a los vestidores del San Lorenzo antes de los partidos. Coco Basile, entonces incipiente director técnico, preguntó por “ese cura que se mete a los vestuarios”.
Le comentaron que se trataba de un párroco hincha del equipo que iba a rezar para que ganara. Basile, quien posteriormente fue entrenador de la selección de Argentina, ya no lo dejó entrar y lo corrió.
Con el paso del tiempo, en marzo de 2013, cuando eligieron al Papa Francisco, no faltó quien le recordara al Coco que ese cura al que había corrido del vestidor… ahora era el Papa.