DANZONERAS / I
Mel Toro
Nunca había caminado tanto. Mi cuerpo, afeminado para el ejercicio duro, resintió la pesada caminata del paseo a la sierra que organizamos en la prepa para aprovechar el puente vacacional. Volví materialmente molido. Pero como el baile es mi pasión, hice de tripas corazón y me las arreglé para llegar a tiempo a la fiesta, montada con tanto barullo por mis amigas del barrio del Tamarindo. Cuando la sombra ya le peleaba sus dominios a la luz, estuve listo. Hablé a mi buen amigo El Chías, que en un abrir y cerrar de ojos estaba en mi casa paterna, presto a acompañarme al guateque. Ya otros le habían informado de la fiesta y se había apuntado, aunque nadie lo invitara. Quedamos de pasar por unas amigas. La noche ya amenazaba con ganarle la batalla a la luz.
Caminamos apresurados, pues picaba a llovizna, si no es que a una soberana tormenta. Sería la primera de la temporada. Yo, de corbata y saco al hombro; El Chías, a la moda, camisa floreada y abierta para lucir el pecho; pantalones psicodélicos; zapatillas blancas, ligeritas para la danza. Se sentía la oscuridad caliente y bochornosa. Sabadito lindo, todo mundo buscaba el refugio de su casa para descansar, ver televisión y beber chelas. Si no nos estropeaba la lluvia el baile, danzaríamos de todas formas al son de una llovizna pertinaz y triste, que ya mojaba.
La casita del fondo de la vecindad fue señalada como punto de reunión de nuestras ansiosas amigas. En la esquina, una tienda. Aceleramos el paso por aquello del no te entumas. Si se soltaba el agua, desarreglaría nuestros afeites y vestuarios, escogidos con atildamiento. Ya a cobijo, sin el riesgo de que nos cayeran cubetadas de agua por el lomo, la lluvia podía desatarse y hacer de las suyas. Soplaba un viento rugidor, el que precede siempre a las tormentas volantas. Podía ser que fuera mera revolución. Por las dudas, apresuramos el paso. Si se desesperaban por no llegar a tiempo, el clima amenazante podía desanimarlas y entonces sí que no hubiera habido baile y sí mucho remojo.
Por la acera que transitábamos, casi corríamos, venía como a nuestro encuentro, acurrucado en sí mismo, Rafael Ortiz, padre de dos niños primorosos. Sin darnos cabal cuenta, nos alcanzó por la retaguarda un ciclista. Venía transitando por el arroyo del empedrado, a vuelta de rueda, rumiando iras. Sus maldiciones, aunque inaudibles, sulfuraban el ambiente. Apenas sacudía su labio inferior. Pero el cuadro lo pintaba con venir trabado de coraje, fuera de sí, atrapado de malas intenciones. De seguro, supuse a la carrera, líos de faldas o malos pasos lo embrocaron hasta el descontrol de la ira, que le brotaba hasta por los poros.
Cuando menos lo pensamos, Chías y yo quedamos en medio de una gresca inusitada. Delante de nosotros apareció, como salido de la tierra, un tipo gordo, de mirada vaga, de pocos amigos. Bajó con brusquedad de la banqueta y se enfrentó al ciclista. No alcanzamos a oír bien a bien sobre qué discutían. El agüita que ya arreciaba nos obligó a protegernos y nos distrajo los sentidos. Distraído de tal forma, no fui capaz de recoger con claridad las sensaciones de lo que transcurría a mi alrededor. Los pleitistas discutían acalorados. No averiguaron mucho. Pronto se trenzaron a los trompos.
A pesar de su furia evidente, el ciclista se puso nervioso y perdió piso. Tal vez el descontrol de acomodarse para el tiro, entreverado en la bicicleta, le hizo sentir que estaba en desventaja. Su descontrol se debería a ese momentáneo amilanarse, cuando se recibe la tromba de un energúmeno desenfrenado. Así le atacó el gordo. No tuvo piedad alguna. Lo sorprendió, lo madrugó y buscó propinarle el mayor daño posible. Como yo venía imaginándome volutas y contorsiones para el baile, el espectáculo de la furia desatada se me tornó desgarrador. Cuando caí en la cuenta plena de lo que veía, me resultó peor enterarme, por los improperios y reclamos que proferían ambos, que se trataba de un ajuste de cuentas no por líos de faldas, sino de pantalones.
Observamos el denigrante espectáculo, sin intervenir para evitar daños irreparables. Pero Chías y yo no fuimos los únicos. Más cerca que nosotros con los protagonistas de la riña, quedó Rafa, el padre afortunado de dos pequeñines. En el cobertizo de la tienda de la vecindad, emperifolladas para salir con nosotros, nuestras cuatro amigas, cuatro chicas hermosas que nos esperaban, flor y nata del pueblo, también fueron espectadoras de la lid desde el tendido. La contemplaron toda, con delectación morbosa. Por la esquina opuesta bajaban varios muchachos, presumiblemente jornaleros. Se dirigían al aguaje de la tienda por bebidas, para dilapidar la tarde. Ninguno manifestó la voluntad superior del que ama la vida y que la defiende a toda costa. Ninguno se aprestó a separar a los contendientes, para que no se destruyeran. Ninguno mostró impulso generoso alguno para impedir que se arrebataran la vida, en su acceso de iracundia irrefrenada.
Mi conciencia me reclamó en esos instantes el ataque de cobardía, que yo estaba sufriendo. También yo estaba siendo derrotado. Me quise justificar con la coartada de que, si intervengo solo, nada podría hacer. Fue como ponerme un lienzo transparente en la cara. No me valió. Busqué otra excusa. Me hice el cargo de que con Chías no contaría. Él era una pareja envidiable para el baile. Pero para los guamazos, ni sus luces. Es más, no quiso ver el desenlace. Cuando sintió trenzados en pugna a los danzantes, buscó protegerse a mis espaldas. Temblaba como cervatillo. Volteé a ver a los muchachos eufóricos, para ver si entre todos les hacíamos corralito a los peleoneros y los separábamos. Desistí. Mi cobardía me ganó una valiosa batalla. Me descubrí como falto de arrojo, del ardor viril tan necesario en la vida. Pero me hice cuentas con que todo mundo cubre su absurda ausencia de compromiso: ‘el que mete paz, saca más’. Cerré los ojos y continué adelante.