De los trasiegos electoreros

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Trasegar viene siendo un verbo poco usado. Se usa más el de trasvasar, el de cambiar de una vasija a otra. Pero existe y se utiliza, aunque sea un cultismo. Como nos vamos a referir al salto de un partido a otro, es palabreja que viene como anillo al dedo. No tiene sentido emplearlo para el brinco de los grillos particulares. A esto lo pinta mejor lo de chapulineo. Si son grillos, darán saltos de chapulines y así nos entendemos todos.

En la elección reciente fue notorio este cambio de camiseta en muchos espacios del país. Lo pinta de cuerpo entero el triunfo de Morena en once estados de quince en disputa. No tocamos Jalisco porque aquí no hubo reyerta para gobernador nuevo. Vayamos a lo visible. Todos los estados de la costa que baña el océano Pacífico, salvo Jalisco, ahora están pintados de morado. No es dato menor. Dejemos ya los ruidos de campaña y sus cantaletas de que Durazo, en Sonora, iba a perder; o que en Colima le iban a poner las peras a veinte, a la morena; para Guerrero se auguraba el desplome de la muchacha que vino a suplir de candidata a su papá, Félix Salgado Macedonio.

Las elecciones son una consulta popular, extendida y vinculante.  Pues ésta le dio el triunfo a casi todos los prospectos de Morena. Arrolladores o reñidos sus resultados, pero son triunfos y así hay que visualizarlos. ¿Saltó el fervor público de la cargada tricolor a la de Morena? ¿Se trata de un trasiego irreflexivo o inercial, de fácil catadura? ¿Son meros movimientos rutinarios de alineamiento inconsciente de nuestra población a los colores del poder?

Este tipo de dudas debe revisarse con cuidado. Quienes se entretienen con estas sutilezas son los analistas, los especialistas de la sociología, interesados en las dinámicas sociales. Por supuesto que las tocan también los involucrados con hipótesis que proporcionen elementos para su tranquilidad, si pertenecen a los núcleos derrotados; o para sacarles raja, si andan en las tribunas de los ganadores o de los que quieren quedar bien con éstos, que para todos hay.

Es cierto que el partido más desfondado con estos trasiegos viene a ser el PRI, el tricolor, el que ostentó por décadas carácter de invencible, por las ligas que le proporcionaba su génesis estatal. Era el partido del gobierno, la instancia del poder para estructurar los cambios de personal en sus oficinas. Fue por muchos años la estratagema que utilizó nuestro sistema para presentarse ante el concierto internacional como un país en el que se daban renovaciones en los espacios del poder con hábitos y costumbres ‘democráticas’, al estilo de los países circundantes. Había torneos electorales y trepaban al podio aquellos a quienes les favorecían los números. Y paremos de contar.

Al exterior funcionó por muchos años el autoengaño. Pero para nuestro propio consumo se trataba de una trampa bien calculada, bien sopesada. Le estuvo funcionando bien al sistema hasta que por sus propias contradicciones le tronó en sus manos. Tal vez el momento de quiebre se dio cuando este monolito fue fracturado, en 1987, para imponer de candidato invulnerable, por ser del PRI, a Carlos Salinas de Gortari.

Había al interior del otrora partidazo una corriente muy fuerte de la militancia popular que exigía elecciones internas. Traían de prospecto a Cuauhtémoc Cárdenas, a la sazón gobernador de Michoacán. Pero su carta credencial más poderosa venía a ser la filiación personal. Era hijo del Tata Lázaro. No ocupaba más presentación. Pues los titiriteros del PRI impusieron su talante autoritario. Expulsaron a los cabecillas democratizadores y se dispusieron a enaceitar la aplanadora, para imponer al engendro Salinas.

En 1988 fueron las elecciones. El PRI enfrentó a su tradicional opositor, el PAN, que presentó como candidato a Manuel J. Clouthier. Pero también a un frente nuevo, hasta ese tiempo sin beligerancia electoral todavía. Se llamó frente democrático nacional (FDN) y presentó como candidato al deturpado priísta Cuauhtémoc Cárdenas. Para la voz popular fue éste el que se alzó con la victoria. Pero la gente del gobierno, que seguía ostentando como muy suya la banderola tricolor, encarrerada y de mal modo, nos impuso a Salinas. Nunca ha podido éste quitarse su máscara de estigma de usurpador, con el que lo tildó la población. Hasta la fecha.

Aquel viejo FDN trocó sus siglas en PRD, con las que se insertó en las contiendas posteriores. Fue creciendo hasta convertirse en el animador real de las peleas callejeras por los votos. Con los años, ocurrió lo impensable. La dirección del PRD traicionó los objetivos que le dieron vida y, por supuesto, se malquistó con el grueso de su militancia. Obrador se la jugó en el 2012 con las siglas de un bamboleante PRD. Pero al ver los trastupijes tan notorios de los directivos, invitó a los electores a cambiar de chaqueta por una más nueva, la del Movimiento de Regeneración Nacional (MoReNa).

Esta tercera opción, que se manifestó tan pujante a su inicio en 1988, terminó llevando a AMLO a la silla presidencial, en una elección que ya es historia. En la elección recién transcurrida consolidó su empuje nacional, como nos resulta tan notorio. Pero ¿De dónde más le iba a provenir la torrentera de votos si no es del arcaico PRI, que vino a ser la cuna del PRD? No habrá que reducir este fenómeno tan sólo a Morena o al PRD. El PRI es la cuna misma, en la que fueron mecidos todos nuestros políticos de antaño. Al grado que hubo por ahí un pintor ingenioso que pontificó con que lo priísta es vieja insignia que los mexicanos llevamos cosida en el pecho. Ya seguiremos con tema tan sabroso.

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