Del estajanovismo mexicano
Juan M. Negrete
En nuestra juventud, escuchamos con unción muchas peroratas martajadas de marxismo. Sentíamos estar a punto de lanzarnos al abordaje para construir el paraíso de los trabajadores aquí, en la tierra. Así conocimos el concepto del estajanovismo. Se tomaba del nombre o apellido tal vez, Stajanov, de un destacado héroe del pueblo.
Conseguido el triunfo de los trabajadores en la revolución rusa de 1917, el país estaba en ruinas. Los escasos capitales habían huido al extranjero llevándose consigo sus riquezas. Lo único con lo que contaba la revolución era con los brazos de la fuerza de trabajo de sus obreros, a los que apenas se les podían retribuir recursos para su manutención.
Los líderes de aquella revuelta triunfadora apelaron a la voluntad de la masa obrera para que aportara, de su tiempo libre, trabajos extras, sin cobrar emolumentos, para arrancar la construcción del patrimonio colectivo. Fueron cientos, miles de brazos voluntarios los que participaron en dichas jornadas briosas y gratuitas. Y en estos escenarios destacó Stajanov, al que nos pintaban como un gigantón musculoso que doblaba o triplicaba, siempre de forma regalada, la contribución a la construcción de la patria en ruinas.
Nos vienen a la memoria estas viejas imágenes de idilio laboral, con lo que están viviendo nuestros paisanos mexicanos en territorio gringo. Dejemos a un lado, por lo pronto, el dato duro de que tales espacios nos fueron despojados a los mexicanos con guerras injustas y con mañas dignas de la condenación en los avernos, por parte de los agresores, nuestros vecinos gabachos, güeritos y de raigambre europea. Vengamos sólo a la disputa de los términos laborales que están en juego.
El sonsonete de la campaña electoral que enarboló don Trompas fue la cuestión de los migrantes, tildándolos de invasores y bandidos. O sea que nos volteó la tortilla. Los que llegaron a invadir el norte del continente americano fueron ellos, los cuáqueros ingleses. Y como tuvieron éxito inicial con su rapiña, no se aplacaron con establecerse en sus famosas trece colonias iniciales, sino que se soltaron la greña hasta crecer sus propiedades a las cincuenta colonias que son ahora las cincuenta estrellitas de su bandera, símbolo de los cincuenta estados que componen su actual extensión territorial.
De esa inmensidad de sus campiñas, por lo menos dos millones de kilómetros cuadrados habían pertenecido a nuestros abuelos. Es decir, nuestros ancestros los habían ocupado antes. Pero llegaron los piratas ingleses y les dijeron a nuestros antecesores, háganse a un lado que ahí les vamos. Luego nos aplicaron la narrativa que pintamos en nuestro refranero con aquello que dice que ladrón que roba a ladrón, tiene cien años de perdón. Aunque les vendría mejor el mejorado que reza así: ladrón que roba a bandido, merece ser ascendido.
Y sí los ascienden allá, en el norte. Estamos viendo que a semejantes rufianes los trepan hasta los puestos más destacados del poder público. O ¿cómo podríamos entender de otra forma que el tal Donaldo, al que por mal nombre lo apellidan Trompas, lo hayan llevado a la primera magistratura de su poder ejecutivo? Esta es una lección que debe ser bien registrada en sus anales, para que luego no la tergiversen a las nuevas generaciones, que es otra de sus gracias.
Una de las cantaletas justificadoras de sus latrocinios consistía en decir que los viejos poseedores (refiriéndose a nuestros abuelos mexicanos, desde luego) eran perezosos, gente de baja calidad humana, por no decirles subhombres. Y, por tanto, no merecían poseer territorios saturados de riquezas naturales. Con la fuerza de sus armas, desplazaron a los naturales y a los viejos propietarios. Y no les detuvo ni el exterminio, ni la persecución persistente, al que ahora calificamos con términos eufemísticos de limpieza étnica y que no es otra cosa que genocidio, racismo y crímenes de lesa humanidad.
Pero luego, como siempre, se impone la dureza de la realidad. Había que cultivar los campos recién robados. Había que domar caballos y hacerlos de silla y de tiro. Había que construir viviendas y ciudades. Tenían que hacerse funcionar los nuevos asentamientos, poblarlos, alimentar a quienes los habiten, producir y distribuir alimentos. Y todo eso se consigue con trabajo a destajo, con mano de obra, a la que hay que pagarle sus esfuerzos, como debe ser.
Pues resulta que los tales güeritos invasores no son tan buenos para estas tareas cotidianas, sea porque las consideren de baja calidad o porque no les funcione a cabalidad la testosterona que se aplica en los hechos para entrarle al trabajo. No les llegó, empero, mucha preocupación cuando vieron que los vecinos, sus vecinos morenitos e inferiores según sus dichos, no le sacaban al parche y le entraban al quite, sin chistar.
Echaron mano del estajanovismo mexicano. Se hicieron patos con las formalidades del ingreso a los territorios despojados por los antiguos dueños, y lograron resolver tales necesidades. Tuvieron, eso sí, que desembolsar dólares para cubrir los sueldos de esa mano de obra.
Aunque también echaron mano de tales irregularidades para no pagarles bien, tampoco, si podían escamotearles el recurso. Pronto se vio que muchos estajanovistas, o espaldas mojadas, o braceros, o ahora llamados migrantes, fueron apareciendo en sus listas de ciudadanos con beneficios del estado de bienestar. Pronto vieron también que muchos de ellos recurrieron a los mecanismos de residir por allá legalmente y hasta nacionalizarse. Su reacción furibunda actual consiste en negarles todos estos derechos y expulsarlos de su paraíso robado, aunque los necesiten, como el aire para respirar. Este combate apenas inicia. Veremos qué nuevos derroteros toma.