Del lío magisterial
Juan M. Negrete
El vuelco más reciente de la protesta, que sostienen con plantones los maestros para ventilar sus problemas con el gobierno federal, vino a ser el plantón que armaron los docentes en el aeropuerto internacional de la capital porque la señora presidenta no los recibió. Ya se había fijado una fecha para este encuentro entre los profes paristas y la presidencia, pero fue cancelado. El parte oficial informa que desde la presidencia se argumentó que, si ya se había acordado el diálogo ¿qué sentido tenía que siguiera habiendo plantón? Y los paristas soltaron prenda que decidieron plantarse en el aeropuerto precisamente por la negativa externada por la presidenta al encuentro para el diálogo.
La pregunta clásica en este tipo de desavenencias políticas es la que interroga sobre ¿qué fue primero, la gallina o el huevo? El gran público ve o sufre los avatares de las medidas de fuerza, tanto de un lado como del otro, y toma el partido que le dictan los hechos y dichos que tiene enfrente. Unos les conceden la razón a los titulares de los poderes y otros a los manifestantes, si es que se entiende el fondo de sus protestas.
Pero la disputa que tiene que ventilarse no se atiene a la dinámica particular de lo que acontece por estos días, sino que debe revisar bien sus antecedentes y su historial pasado, que lo tiene, y bien grueso, por cierto. Hay analistas profesionales que toman el caso y lo remiten hasta las pugnas que sostenían los maestros con don Justo Sierra, que fue el titular de educación en tiempos de don Porfirio. Es irse demasiado atrás en este asunto, pero de que está ligado con esto ni qué más decir.
Uno de los puntos claros que hemos de tener todos los ciudadanos de a pie es la información precisa de que los maestros del tiempo de don Porfirio se les encuataron en las filas a los campesinos y a los revolucionarios que se levantaron en armas en contra de la dictadura tan cruel del sistema porfirista. Se dieron de alta sobre todo con Villa y con Zapata. Y en nuestros libros de historia bien que podemos escudriñar sus dinámicas revolucionarias y los postulados que abanderaron en aquel entonces. No pueden aquellos antecesores seguir siendo una página olvidada de nuestro acontecer como país.
La revolución mexicana plasmó en su texto fundamental, que vino a ser la constitución de 1917, los puntos claves de reforma que había que atender. Lo prioritario se plasmó en los artículos 27° y 123°. El primero se aplicó a la modificación fundamental de la propiedad, que era disputa central. O seguían siendo preponderantes las haciendas y su explotación de la mano de obra o se desmantelaban y se otorgaba a los trabajadores del campo su explotación directa y en su beneficio total.
En el artículo 123° se incrustó algo nuevo de justicia social, que les resultaba invisible a los mandones de por aquellos días: el derecho de los trabajadores a que la justicia les amparara. Se supone que todos los mexicanos estamos enterados de estos grandes logros plasmados en nuestra carta magna. No hay necesidad de desglosarlos más.
Habría que pasarle revista también al artículo 130° en el que se ensayó a ponerle el cascabel al gato más renuente con nuestros gobernantes: el santo clero. Llevábamos ya más de un siglo de independientes y los prelados seguían promoviendo y hasta encabezando la resistencia armada en todo lo que atañera al área oficial. Pero lo dejamos para otro momento. Ahora hay que poner el acento en los avatares del lío de los trabajadores de la educación.
Para todo lo que tiene que ver con los procesos educativos, su normatividad y sus dificultades inherentes a una tarea tan central en un país, se reescribió o modificó el artículo 3°. Como hasta en tiempos de don Porfirio subsistía la inercia de que la educación pública estaba controlada desde los timones eclesiásticos, una bandera del magisterio revolucionario fue precisamente ésta, la de separar esta tarea clave, que es lo que viene a ser la educación del pueblo, y ponerla en manos estatales.
Ya había sido bandera desde el juarismo, pero seguía siendo letra muerta con el porfirismo. Así que son puntos claves, para entender la conformación de nuestro estado moderno, los pasos dados no sólo en la promulgación sino sobre todo en la aplicación de lo normado en el artículo tercero. Esto debería atañer exclusivamente a los contenidos educativos constitucionales. Debería…
Pero de donde menos se piensa salta la liebre. Resulta que lo que hacen los docentes en el campo educativo es tarea laboral. Debían estar regidos estos aspectos por lo mandatado en el artículo 123°, ya mentado. Los trabajadores educativos deben gozar de todos los beneficios contemplados en este mandato constitucional. Pero como nuestros gobiernos han sido especialistas siempre en darle al pueblo gato por liebre, primero se le buscó escabullir estos derechos formulando dos apartados al 123°: el A y el B. En el B se incluyó la normativa laboral para los docentes, pues se dice que le trabajan al Estado.
La diferenciación entre patrón particular y patrón estatal es clave en este asunto. En el fondo o en los hechos, para los sindicatos adscritos al apartado B, ni existe la figura del patrón, ni se le reconoce el derecho a la sindicación.
La dinámica estatal con los sindicatos vino a resultarles otra vuelta de tuerca de injusticia. La dinámica estatal desde que el PRI controló a los trabajadores fue la corporativización. A los maestros les aplicaron el modelo corporativo con el SNTE y nunca han podido zafarse de estos grilletes, por más esfuerzos con que lo han intentado. Así que la disidencia visible, agrupada en la CNTE, padece de la maldición de la gitana. Y es lo que estamos viendo en estos días. Pero es un asunto mucho más complejo que lo que llevamos esbozado. De manera que le dedicaremos algunas páginas más adelante.