Dolor y homicidio
Carlos Delgadillo Macías
Sufrir y hacer sufrir
Cuando sufrimos, solemos hacer sufrir, quizá como una queja, un berrinche, una forma de “repartir” el dolor, por una oscura venganza, resentimiento o una forma desviada de pedir ayuda y atención.
Lo sabemos, aunque quizá no siempre lo aceptemos: cuando dañamos a los demás estamos proyectando el sufrimiento propio. Esto puede tener efectos inmediatos o puede moldear una personalidad a largo plazo.
¿Qué tan lejos puede llegar esto? Los abandonados que descargan en sus hijos el rechazo que sufrieron o los hijos que, cuando crezcan, han de encontrar en sus parejas el cauce para desahogarse de una infancia penosa, pasando por el obrero explotado que “compensa” siendo el tirano de su casa, todas y todos repetimos el modelo.
Hay quienes, sin embargo, han dado un paso más. En Estados Unidos, muchos de los asesinos en masa, que cometieron suicidio-homicidio al entrar a una escuela a disparar para luego matarse o que volvieron a su antiguo lugar de trabajo para saldar una deuda con la sangre de sus compañeros, sus jefes y también personas inocentes, han mostrado hasta dónde puede llegar la rabia anidada por años de desprecio, maltrato y fracasos, aunque, en muchas ocasiones, los únicos responsables, o los principales, han sido ellos, los propios perpetradores.
¿No hemos sentido ganas de destruir a otros, de hacerlos pedazos por lo que nos hicieron, o imaginamos que nos hicieron? No es algo extraño, no es algo de “locos”, a menos que todos los estemos. Lo hemos sentido contra nuestros propios hermanos, contra nuestros padres, contra amigos y conocidos. Esa violencia contra las personas que tenemos más cerca tiene que ser reconducida hacia los lejanos. Es lo que hacen las ideologías que apuntan hacia los extranjeros, los lejanos ricos, los enemigos de toda índole. Si no lo hicieran, nos perderíamos en guerras fratricidas, como, de cualquier manera, lo hacemos de vez en cuando.
Pero alejémonos de esas reflexiones tan generales y demos algunos ejemplos de sufrimiento físico que derivó en problemas mentales y ocasionó, como cierre trágico, actos de homicidio brutales.
Muelas mortales
En 2009, Diane Schuler conducía una camioneta a toda velocidad en sentido contrario por una autopista en Mount Pleasant, Nueva York. Transportaba a varios niños. Después de casi tres kilómetros, finalmente se estrelló de frente con otra camioneta, en la que viajaban tres personas. Ella, su hija, tres niñas y los tres tripulantes del otro vehículo murieron.
Daniel y Diane Schuler el día de su boda en 2001
Cuando se investigaron las causas que llevaron a Schuler a tener este comportamiento, se llegó a la conclusión de que estaba ebria y había tomado medicamentos para el dolor. En el origen estaba una persistente molestia en la boca, por un absceso que le provocaba dolores insoportables. La mañana de la tragedia, regresaba de un campamento con los menores, pero se detuvo a comprar alcohol y medicamentos. También fumó marihuana. Intoxicada, entró en la vía a contracorriente del flujo vehicular.
Algunos califican como “delirio” lo que pasó con Schuler. Otros apuntan a un suicidio. Se concuerda en que sus padecimientos físicos fueron determinantes. La mujer buscó una salida al sufrimiento. Y se llevó siete vidas, además de la suya, en el camino.
Hablando de padecimientos bucales, en septiembre de 2016, un hombre llamado Luis Homero Águila entró en la Fiscalía de Jalisco y abrió fuego. Mató a tres mujeres antes de ser abatido por la policía. Se dedicaba a sacar copias y hacer trámites. Lo apodaban “El General”, porque al parecer, había sido militar.
Estaba resentido. Un dolor de muelas persistente lo había llevado a buscar ayuda con dentistas. Pensaba que lo habían timado. Nadie le dio respuesta. Había denunciado al médico, sin éxito. Y había desarrollado jaquecas. Una mañana decidió ir a disparar contra quien sea, como venganza. Cuatro mujeres recibieron tiros en la cabeza. Dos murieron ahí. Una más, en el hospital. Otra sobrevivió, con secuelas permanentes.
Mirada de muerte
Hay otros padecimientos no tan normales, pero con consecuencias similares. Andreas Lubitz, piloto de aviones comerciales alemán, sufría de miodesopsias severas, lo que vemos en nuestros ojos como “basuras”, “cositas”, varas y círculos, objetos pequeños que flotan.
Lubitz no podía ver el cielo despejado, porque se “llenaba” de esas manchas y puntos. Había desarrollado una sensibilidad extrema a la luz, padecía insomnio y no podía enfocar bien su vista en la noche o en espacios oscuros. Consultó a casi cincuenta oculistas. Ninguno pudo ayudarlo.
Planeó durante semanas su suicidio. En programas de simulación trazó la ruta que seguiría hacia su muerte. El 24 de marzo de 2015, en un vuelo de Barcelona a Düsseldorf, en el que viajaba como copiloto, aprovechó que el capitán fue al baño para encerrarse en la cabina y precipitar el avión a tierra, en los Alpes.
Murieron 150 personas, todos los tripulantes y los pasajeros, la mayoría alemanes y españoles, pero también de otros veinte países. Es una de las peores tragedias aéreas del siglo XXI.
Todos sufrimos. Y todos hacemos sufrir. ¿Podemos horrorizarnos de estos casos, sólo por la diferencia de grado? ¿No está nuestra vida también encaminada hacia el dolor, propio y ajeno? El huevo de la serpiente también anida en nosotros.