Ecos de silencio

Ecos de silencio

Elena Fernanda Guzmán Ávila.

El atardecer caía sobre la ciudad de Valladolid, tiñendo las casas de un naranja suave. Entre las casas hubo un joven, Tomás. Se encontraba viendo el hermoso paisaje. A su lado se encontraba su fiel amigo, David.

“¿No crees que es hermoso?” pregunto Tomás sin apartar la vista del paisaje. No recibió respuesta de David. Luego de dar un profundo suspiro volvió a hablar. “No tienes nada que decir ¿verdad?”

Ambos jóvenes se quedaron en silencio, admirando el atardecer. David miró a Tomás y se acerco más a él para abrazarlo. “Sí, es   una hermosa vista”, habló mirando al rostro de su amigo.

“¿Podrías acompañarme?” David recostó su frente sobre el hombro de Tomás. Luego de unos minutos ambos bajaron del tejado y comenzaron a caminar hacia la casa del más alto. “Siempre le has tenido miedo a la oscuridad… ¿verdad?”

David se quedó callado ante la pregunta de Tomás. Unas pocas calles antes de llegar a la casa de David empezaron a oírse el repique de las campanas, anunciando que habría una reunión en la plaza.

Ambos jóvenes se acercaron a la plaza, llenos de curiosidad, al ver a hombres y mujeres agrupados en el lugar. Al acercarse, vieron con horror cómo quemaban a dos muchachos.

Las llamas envolvían sus cuerpos mientras los gritos de dolor desgarraban el aire. David, asustado por los gritos de agonía de aquellos muchachos, salió corriendo. Tomás, al darse cuenta, comenzó a correr tras él.

“¡David!” gritó Tomás, llamando a su amigo, mientras los perseguía hasta perderlo de vista.

Empezó a buscarlo entre los callejones hasta que finalmente lo encontró en uno. David, al notar la mirada de Tomás sobre él, lo miró con los ojos llenos de lágrimas. “No quiero morir… ¡Tomás no quiero morir como ellos!” exclamó David en voz alta, casi gritando. Tomás intentó acercarse para consolarlo, pero David lo empujó al suelo.

“¡Aléjate…aléjate, por favor!” gritó antes de salir huyendo. Al día siguiente Tomás esperó a David. Pasaron las horas lentamente, y no había rastro de él. De pronto una mujer gritó: “¡Vayan a la plaza! ¡Están azotando al hijo del pintor!”

Al oír las palabras de la mujer, Tomás corrió a la plaza. Frente a la iglesia, entré la multitud, lo vio. Vio cómo azotaban a su amigo David. Cada latigazo arrancaba un grito de dolor, su cuerpo temblaba y su rostro estaba desfigurado por el dolor. La multitud veía con emoción y horror.

Tomás, horrorizado, comenzó a retroceder y se alejó poco a loco de la multitud. Su paso se hizo más lento y, al caminar, se limpiaba las lágrimas con la manga.

Al llegar a su casa, subió al desván y comenzó a buscar entre los baúles el mosquete de su padre. Al encontrarlo, lo cargó con manos temblorosas. Se sentó en el suelo, apoyó el cañón bajo su barbilla y, sin decir palabra, apretó el gatillo.

El disparo retumbó en toda la casa como un trueno seco. Un instante después, solo quedó el silencio…y el humo denso que se alzaba en la penumbra del cuarto.