El día del grito (cuento) / I

El día del grito (Cuento)

Mel Toro

Primera de cuatro partes:

_ Anda, Rojo, cuéntame la historia de aquella noche memorable.

_ Ve al Cabezón, Goyito Ramos, el hijo de don Goyo. Él tiene que acordarse mejor.

_ Ya lo entrevisté pero me dice que lo está chingando el Alzheimer; que se le han olvidado muchas cosas. Me mandó con Pedrito Rodríguez, el hijo del doctor Leocadio.

_ Cierto. Él sí te va a informar bien. Era el presidente de la SEG ese año.

_ No lo creas. Fui a buscarlo antes que a ti. Estaban juntos él y Fello Flores. Pero los dos se me volvieron charamusca. Que también, dicen, se les han olvidado muchas cosas. Se acuerdan de poco. ¿Cómo puede ser posible?

_ ¿Sabes quiénes sí te van a dar pelos y señales de todo? Ya me acordé. Los hermanos Negrete. Tanto Chepe como Mel tienen una memoria envidiable. A ellos no se les escapan los detalles finos, ni de fechas ni de los demás aditamentos necesarios para las historias. El Mel sobre todo hace unas conexiones políticas e históricas que quién sabe de dónde las saca. Son listos esos carajos. Vete a verlos.

_ Pues sí, son muy buenos. Me consta. Pero no viven aquí. Vienen de vez en cuando. Y a mí me urge entregar esta historia a la prensa.

_ Bueno, pues si te conformas con lo que yo te cuente, empieza a anotar. Ahí te va.

Era a mediados de los setenta. Vivíamos los mejores años de la sociedad de estudiantes grullenses, la tan mentada SEG. Teníamos ganado respeto tanto aquí como en Guadalajara, donde vivíamos. Pero sobre todo aquí. Nos veían como gente valiosa. Éramos jóvenes y nos estábamos preparando. Entiende que fuimos la primera generación de profesionistas. Nuestros parientes y todo el pueblo tenían cifradas las esperanzas en nuestro desarrollo profesional. Nos organizamos en esa famosa sociedad estudiantil que dio mucho de qué hablar por ese tiempo. No te sé decir qué fue lo más atractivo de nosotros en esa organización, si el futuro en ciernes que representábamos o nuestra patente juventud. El hecho es que hacíamos cera y pabilo con lo que amasáramos. Te refiero esto por la necesidad de enmarcar a los actores. No creas que lo de aquella noche fue mera zacapela o zambra, como dicen los moriscos. Mas no voy a hacer valoraciones antes de que conozcas bien la historia. Ni después. Ya sabido lo que ocurrió, que tus lectores saquen sus conclusiones. Me ahorrarán este paso.

En Guadalajara nos reuníamos cada mes en distintas casas. Nos frecuentábamos mucho unos a otros. Los Negrete tenían su casa en el centro, junto al templo del Refugio. Fue cuando se estaba abriendo la calle de Federalismo. Goyo y yo nos hallamos una casa en Chapalita, enfrente del templo de santa Rita. Allá nos llevamos a vivir al Ameca y al Kobiri. Pedro y sus hermanas vivían con su abuelita, en la colonia Olímpica. Los Michel y los Pelayo buscaron casa y se ubicaron al norte del barrio de Santa Tere, donde años después fue la jaula de las locas. Otros, más prácticos, buscaron casa cerca de la facultad en que estudiaban: ingeniería, medicina, derecho o contabilidad. Pocos vivían con familiares, como el Palo Robles, que vivía con una tía, o el Güicho Gómez, que vivía en su casa, con su familia. Era grande la chorcha. Si quieres una relación completa ya te dije a quién buscar. Pero vamos a la historia que quieres saber.

Te digo que nos juntábamos mucho en la casa de esos hermanos Negrete porque cuando no era Chepe el presidente de la sociedad, lo era el Mel. O eran los secretarios, o los tesoreros, ya ves que son buenos para la grilla. Le saben. En esas juntas organizábamos los bailes de cada año. De ahí salían armadas todas las iniciativas que nos mantenían juntos trabajando. De tales reuniones salían las buenas y las malas. Ahora que no sólo nos juntábamos para sesiones políticas y organizativas, que eran las mensuales. También le caíamos nomás por las ganas de convivir. Por ese tiempo fuimos todos muy buenos amigos. Pero ese par de hermanos paraban el dedo.

A diferencia de las casas de los otros paisanos, con ellos siempre encontrábamos comida y mesa dispuesta. Pero sobre todo, buena cara. Como dice el refrán ranchero, con ellos siempre había comal y metate. Lo bonito es que no eran nada de fijados. A veces, cuando llegábamos, recién acababan de llenar el refrigerador y la alacena de vituallas y lo vaciábamos, sin ponernos amarillos. Nunca vi que se pusieran roñosos. A lo mejor les daba coraje, por lo lángaro y cargados que éramos con ellos. Pero no lo manifestaban. Nunca nos cambiaron cara. Todos calibramos su calidad. Lo gracioso de todo es que tampoco eran ricos. Estaban tan pobres como todos. Trabajaban y se mantenían con su propio esfuerzo. Surtían su despensa con sacrificios, como todos los demás. Lo grato con ellos es pues que no se fijaban de nadie cuando llegaba marabunta y les abatía sus reservas. Por eso nos empicaron. Fueron bonitos tiempos. Sentíamos estar muy unidos entonces.

Se acercaba el dieciséis de ese año. Los festejos patrios de antes fueron más bonitos de lo que ahora son. La noche del quince se daba el famoso grito, como se hace todavía. Era una gran fiesta en todos los pueblos. Pero la mera bullanga se soltaba el dieciséis. Primero era izada la bandera cuando amanecía. Después se esperaba la gente al desfile y cuando éste concluía había tantos eventos y espectáculos, que no se ajustaba uno. Carreras de bicicletas, carreras a pie, de velocidad y a campo traviesa. Había torneos de basquetbol y de voli en las canchas escolares. La unidad deportiva se saturaba con los campeonatos del beisbol y del futbol. Todo el día estaba montada la cartelera de las competencias deportivas. Nadie se aburría con estas justas.

Había algo antes que hacía distintas las cosas y que, al perderse, las ha cambiado mucho. Por ejemplo, no se observaba la famosa ley seca. En el campo, los deportistas sacaban la casta para llevarse la competencia, pero los espectadores no teníamos ninguna prisa en vaciar las botellas de cerveza que nos arrimaban. Y como era tan barata la bebida, disparaba uno y otro indistintamente, sin fijarse en costos. Era un placer colectivo invitar y ser invitado. Así que por las tardes, ya bien ingeridas las copas, la gente se reunía en el jardín a gozar de los espectáculos municipales que paraban hasta entrada la noche. Había juegos de palo encebado, de puerco encebado, de kermeses en el jardín, de bailes en los casinos. También había carreras de caballos y jaripeos. Era un verdadero día de fiesta. No podía uno perderse un dieciséis, siendo paisano.

[Continuará…]