El día del grito (cuento) / III

El día del grito (cuento) / III

Mel Toro

Tercera de cuatro partes:

Bailamos alrededor del quiosco cuanta interpretación nos brindó. Aquello se volvió una locura montada en exclusiva para nuestro selecto grupo estudiantil. Recuerdo todavía a algunas personas que se sumaron al corro, trepados en los descansos de los prados, atentos a cada detalle, admirados de nuestra energía desatada. Creo que les maravillaba que, a pesar de que era evidente que andábamos briagos y que éramos prácticamente pura leña, bailoteábamos y nos abrazábamos, saltábamos y girábamos como consumados bailarines, de cuerpo en cuerpo, de vuelco en vuelco, de hombre a hombre, sin perder la compostura y sin amañamientos. No había muchachas, puro tornillo pues. Y sin embargo, nadie puede decir de ninguno de nosotros, ni antes de esta fiesta del grito ni después de ella, que alguna vez nos comportamos chuparrosas o que hemos sido flores del mal. Juguetones pero lebrones. Mas ¿Para qué te aburro con lo evidente? Vayamos al desenlace de esta singular fiesta, nunca tan bien gozada por grullense alguno, distinto a nosotros.

¿Quién me lo sugirió? ¿Quién me lo propuso? No lo recuerdo. Te puedo asegurar que no fue a iniciativa mía, porque de mí mismo no salen tales ocurrencias. No soy tan aventado. Ni siquiera cuando rompo la pared de la inhibición con los tragos. Mas no importa de dónde salió la idea. La hice mía. Quien me lo haya sugerido no se fue en blanco. De dos zancadas trepé a la explanada del quiosco, acompañado de uno o de dos amigos que me flanquearon. Uno me alcanzó la bandera, la más grande de las que traíamos en la refrasca. La tremolé con garbo, como debe ser. Ya puesto en la tribuna más alta del pueblo, ordené a callar a la turba de amigos, que me obedeció como si fuera un solo hombre.

_ ¡Mexicanos! – inicié, soltando el vozarrón que sentía salirme desde las raíces y que me conmovía las entrañas, por su solemnidad -. ¡Viva México!

_ ¡Que viva! – respondió un grito estentóreo, coreando mi improvisado fervorín. Para esto también los de la banda guardaban un profundo y respetuoso silencio, de manera que mi alocución se escuchaba en todo El Grullo, aunque no hubiera micrófonos.

_ ¡Vivan los héroes que nos dieron patria! – volví a encender los ánimos.

_ ¡Que vivan! – siguió respondiendo la inercia de mis corifeos.

_ ¡Viva Hidalgo!

_ ¡Viva!

_ ¡Viva Morelos!

_ ¡Viva!

Yo digo que luego grité ¡Viva Allende! Pero el Mel, que es tan puntilloso en los datos históricos y en las precisiones de los acontecimientos, dice que me detuve a media proclama y que la cambié como de rayo. Y en lugar de terminar el viva, corregí, gritando ¡Chingue a su madre Allende! El hecho es que la raza de abajo estaba bien prendida. De pronto, a mi viga inesperada, unos contestaron, otros no. Pero el siguiente improperio sí fue coreado, como mis vivas anteriores.

_ ¡Chingue a su madre Echeverría!

_ ¡Que la chingue! – escuché yo de abajo, como respuesta, a un coro enardecido.

_ ¡Que chingue a su madre Ramón Acosta!

_ ¡Que la chingue!

Las risotadas y los guacos se soltaron por los prados. Se armó un desorden y una confusión en la que nadie sabía de qué se trataba, ni por dónde podía cogerse la punta. Yo seguía tremolando mi bandera. Don Juanito hizo atronar unas dianas y el ajetreo de los de abajo subió de tono. También Ramón hizo lo suyo. Mandó a su escuadrón policíaco a detenernos. Éramos unos blasfemos, que habíamos mancillado el altar de la patria. Profanadores que habíamos tenido la osadía de dar el grito por nuestra cuenta. Él entendía que dicho ritual le estaba reservado al sacerdote municipal, que se elige cada tres años. Esta ocasión trianual era suya. Le habíamos arrebatado la alternativa. Ya le habíamos cortado la coleta, sin que toreara. Nuestro sacrilegio reclamaba su catarsis o su némesis, lo que correspondiera.

Los señores policías obedecieron la orden. Cruzaron el arroyo de la calle mojándose hasta las rodillas, pues no rompieron la formación. Cuando llegaron al tropel estudiantil, éste ya se había revuelto con los curiosos y también con los músicos de la banda, que se bajaron justamente a hacer bola y a impedir un desaguisado mayor. A algunos policías, de entre los más simples, les dio por querer amedrentarnos. Blandieron tenazas y toletes para infundirnos miedo. Pero ¿qué miedo siente un muchacho a los veinte años? Que digan que no les quitamos sus cachiporras y les dimos con ellas. Otra vez se desató la danza entre hombres, pero ahora ya sin música y sin conchinchis. Entre dos o tres traíamos a cada cuiquito, listo para fusilarlo. Los más juiciosos se interpusieron en medio de cada bola con su cuico y evitaron que llegara la sangre al río. A punto estuvieron de desatarse los cabronazos. Pero por fortuna primó la cordura y no tuvimos que lamentar casos dolorosos.

[Continuará…]

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