El día del grito (cuento) / IV

El día del grito (cuento)

Mel Toro

Cuarta y última parte:

Con el único que cargaron hasta los separos fue con el Figue, o el Ameca. Pero es que ya andaba como loco. Tenía la mecha muy corta. Aunque si le preguntas al puntilloso del Mel te va a decir que el Ameca ni mecha tiene. Luego luego se prende. Así fue entonces. Por eso era al que más cuidábamos de entre todos, porque para pronto ya estaba listo para entrarle a los catorrazos. No le sacaba. Tampoco era bueno para dar. Por valiente, recibía mucho. Por eso lo cuidábamos pues. Éramos muy buenos amigos todos. Pero esta vez no pudimos quitárselo a los policías. Era el que más aspavientos hacía y se lo carrucharon. Cuando fuimos a verlo, ya lo tenían bien guardadito en el bote.

Estaba histérico y exigía que lo sacáramos de inmediato. Pero no era así la cosa. Tuvimos que sentarnos a negociar con el presidente. Ramón era buena gente. No guardaba rencores. Le calentaron la cabeza diciéndole que yo le acababa de mentar la madre. Andaba que no lo aluzaba ni el sol. Pedro Rodríguez, el presidente, y el Mel, su secretario, lo apartaron con el fin de apaciguarlo. Lo acorralaron con buenos modos para que soltara al Figue. Al final lo hicieron ceder. Pero les ponía una condición, una sola. Estaba dispuesto a intercambiar de monito. Él nos entregaba al Figue y la sociedad me entregaba a mí, a Rogelio, al hijo de Pancho Contreras, al que le había mentado la madre.

El Mel no sólo tiene buena memoria, sino que brilla de listo. Me vio a unos pasos y vino a soltarme la sopa de las pretensiones de Ramón. Me lo dijo para que me escabullera. Me aseguraba que en una o dos horas, al no hallarme a mí, Ramón terminaría entregándonos al Figue, y poníamos punto final al sainete. Pero el alcohol no sólo le tira a uno las barreras de la inhibición. También lo hace a uno fanfarrón y atrabancado. En cuanto me enteró aquel al detalle de las cláusulas de la negociación, en lugar de volverme ojo de hormiga, como me lo proponía, me le dejé ir a Ramón directito.

Cuenta aquel que fue un espectáculo digno de filmarse. Que yo llegué y tomé de los hombros a Ramón, quien se sintió apapachado por mi alta humanidad. Ahora estoy medio gordo. Pero por aquellos días era más atlético y hasta me veía más alto. Que lo abracé y lo empecé a avanzar por el corredor majestuoso de la vieja presidencia. Dice que le pregunté que a quién quería para intercambio y que Ramón, con toda la inocencia del buen hombre que era, me repitió que le entregáramos a Rogelio Contreras, el hijo de Pancho. Que él nos soltaba al preso. Dice que le pedí de buen modo su sombrero y me lo puse. Puede ser, porque al día siguiente, cuando desperté, en el clavijero de la casa estaba su sombrero. A mí se me había caído el mío, pero se lo encasquetó Ramón.

Nos despedimos de la presidencia todos de muy buena manera, con la promesa en la bolsa de que el Figue iba a ser soltado en cuanto dejara de berrear y escandalizar. Nuestro secretario se las sabía de todas, todas. Se lanzó directo a informarle a éste del avance alcanzado. En cuanto el preso oyó que dependía de su propia cordura su liberación, de inmediato dejó de pegar de gritos y se sentó en una esquina de la celda, modosito y callado. Además ya iba transcurriendo el tiempo y el narcótico de las bebidas se iba disipando. Cuando Ramón pasó a verlo y lo miró tan humildito, ordenó que lo liberaran y que se lo entregaran a la sociedad de estudiantes.

Nuestro secretario no se retiró de barandilla hasta que quedó zanjado el último incidente de la zambra. Al día siguiente vino a casa, a visitarme. Quería ver cómo había amanecido yo y me trajo un alipuz para la cruda. También me trajo mi sombrero. Ramón se lo entregó, después de toda la sanfrancia, para que me lo devolviera. Pero con el encargo de que yo hiciera lo propio, pues por lo agitado del momento habíamos cruzado testas con sombrero ajeno. Por eso me acuerdo bien de que amaneció el sombrero del presidente en el clavijero de mi casa.

_ ¿Y qué año fue eso?

_ Te digo que esos detalles finos se los preguntes a los hermanos Negrete. Ellos registran esos datos y su filigrana interna. Yo no me acuerdo ya del año. Pero en pláticas posteriores es el Mel quien insiste en que fue en 1973. Puede ser.

_ ¿En qué se basa él para afirmar tal fecha y con esa seguridad?

_ Me da vergüenza comunicarte su razón. Pero te la voy a referir, dado que no lo vas a encontrar pronto y te urge imprimir esta historia. Él afirma que a la hora de las vivas y los chingados, cuando llegué al nombre de Allende empecé gritando su viva correspondiente. Pero dice que me frené de golpe y cambié el ‘viva’ por el ‘chingue a su madre’.

_ Sí, eso ya me lo contaste. Pero ¿por qué?

_ Pues esto es lo fino del asunto. Dice que no fue sólo por la hilaridad del momento, o por quedar bien con la broza. Yo estudiaba con los tecos. Él afirma que esa universidad no era tal sino un enclave anticomunista; que nos la pasábamos revisando a todos los luchadores sociales y descalificándolos. Para los tecos, dice, Salvador Allende era por esos días su pluma de vomitar. Pues ocurrió que el once de septiembre de ese año Pinochet dio su famoso golpe de estado y lo asesinó. El asunto estaba calientito. Apenas habían transcurrido cuatro días de aquel famoso cuartelazo.

Como yo andaba borracho, me traicionó el subconsciente. Es su tesis. Y en lugar de gritar el ‘viva’ para Allende, lo asocié con el presidente chileno recién sacrificado y le menté su madre. Luego le menté la suya a Echeverría y también a Ramón Acosta. Y sostiene que ahí estuviera todavía mentando madres a todos los que representen alguna autoridad, si Ramón no hubiera dado la orden de detenernos, que fue lo que puso fin a esa singular fiesta del grito. Si es cierta su teoría. Dime tú si no tengo motivo suficiente para avergonzarme y ya no querer volver a acordarme de los detalles de tal historia, aunque sea una de las más regocijadas que nos han ocurrido como comuna ¿No te parece?