El mexicano, alien de los gringos

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El mexicano, alien de los gringos

Juan M. Negrete

El concepto alien, de origen inglés, significa extraño, extranjero o forastero. Los angloparlantes lo utilizan también para denotar sentido de discordancia y hasta de contrariedad. De acuerdo a la lógica, en un inventario de personas los contrarios resultan seres humanos separables de la comuna, sustituibles, deportables y en el peor de los casos hasta exterminables. En la práctica es aduana difícil de cruzar. Y más si tal prejuicio genera hechos de sangre, como lo acaban de vivir nuestros paisanos en la masacre de El Paso.

Las manifestaciones concretas de terrorismo y xenofobia vivida por nuestros paisanos obligan a la reflexión. La comuna latina en Estados Unidos se compone de más de cincuenta millones de personas. De ellas, un cálculo firme nos habla de alrededor de 36 millones de origen mexicano, once de ellos tildados de ilegales. Estamos manejando cifras demasiado elevadas para el aspecto meramente demográfico. Si comparamos la cantidad de nuestro paisanaje, radicado en Estados Unidos, con las sumas totales de la demografía interna de otros países, vemos que nuestros números rebasan con mucho a cualquier país latinoamericano.

El factor más importante dentro de esta problemática, que se nos ha venido agravando, es la vecindad que nos ata al coloso del norte. Poseemos tres mil kilómetros de frontera. De Tijuana a Matamoros hay por lo menos una decena de ciudades saturadas de gente puesta y dispuesta a pasar al otro lado bajo el menor pretexto. Viven en territorio mexicano pero trabajan del otro lado, van y vienen, o bien visitan al vecino gringo al menos una vez por semana. Van de compras, de paseo o por simples ganas. No somos los únicos países del mundo que poseen frontera común. Así hay muchos otros, casi todos, en el planeta. Pero estas relaciones bilaterales no son o no tienen por qué ser escabrosas.

En el primer aniversario del ascenso de Vicente Fox a la presidencia de la república, el panismo realizó un festejo nacional en la glorieta del ángel por la ‘llegada de la democracia’ en nuestro país. Fue evento desangelado. Hubo un invitado de nivel internacional, el polaco Lech Walesa, que había tumbado al gobierno prosoviético. No salía de su asombro este invitado, al constatar el desaire con que los mexicanos pasaron la jornada. Él traía su hándicap muy en alto, de manera que hubo muchos reporteros que aprovecharon su estancia para entrevistarlo y enterarse en viva voz de la coyuntura polaca.

Entre otras preguntas surgió la que le inquiría sobre la rusofobia de sus paisanos. Palabras más, palabras menos, Walesa reviró diciéndoles a los reporteros que ni idea nos dábamos de lo duro que es tener un vecino difícil al otro lado de la cerca, al que no podemos alejar por razones locativas, geográficas, ni le podemos amansar por más buenos modos que despleguemos. Agregó que los mexicanos éramos afortunados al poseer de vecino a un país como el gringo, democrático, humanista y campeón de los derechos humanos. Por ahí corrieron más o menos los tonos de su declaración.

La lectura de aquella respuesta hizo suponer a quien esto escribe que el líder del sindicato Solidaridad no tenía mucha información histórica de los avatares que hemos vivido con nuestros adorables vecinos. Al grado de que uno de nuestros presidentes, don Porfirio, que sí conocía bien el talante de los bolillos, se despachó aquella frase que nos retrata a los dos de cuerpo entero: “Pobrecito de México, tan lejos de dios y tan cerca de los Estados Unidos”. Mucho más claro y pragmático este retrato, que la idílica radiografía que nos quiso hacer Walesa armando retratos que no se corresponden objetivamente con lo nuestro.

Ahora que hemos vivido esta masacre absurda en El Paso, donde su actor material declara abiertamente que su intención era cazar mexicanos, vemos que para poder entender mejor estos acontecimientos trágicos e indeseables entre vecinos, nos sirve más la óptica del viejo dictador don Porfirio, que la acaramelada perspectiva de un anticomunista rabioso, como fue el Walesa, por mucho que llevara consigo el bono político de encabezar el sentir popular de sus votantes en contra del régimen prosoviético al que depuso del poder.

Esta jornada cruenta ya no hemos de tomarla como una mera llamada de atención. En los anales gringos ha de inscribirse como una masacre más. En escuelas, en jardines, en centros de recreo, en cualquier lado viven ellos situaciones de excepción. Las víctimas de sus hecatombes de inocentes se cuentan siempre a puños. Y la explicación de la autoridad, que se propala al consumo del público azorado, raya la misma línea de siempre. Se trata de inadaptados sociales, se dice. La realizan sicópatas, enfermos mentales. En otras palabras, son jornadas imprevisibles y, por lo mismo, inevitables.

Pero para nosotros, mexicanos, afectados inocentes, esa línea explicativa, que en el fondo resulta racionalizadora, tiene que virar. Si desean los vecinos realmente ponerle un alto a estos sacrificios colectivos sin sentido, tienen que atacar las causas reales de manera efectiva. Una de ellas tiene que ver con la normativa en torno a la producción y venta de armas de fuego, abierta a cualquier comprador. Prohibirlas, dicen, es ir en contra de la sacra libertad de comercio. Hay dos sacros principios que dicen allá contravenirse: el inafectable derecho de compraventa y el indiscutible derecho a la vida. ¿A cuál habrán de darle prioridad? Mas también tienen que revisar si posee alguna justificación su burda búsqueda de alien exterminables. Ahora nos tocó a los mexicanos que jugaran con nuestra imagen a la mona de tiro al blanco. ¿Volverán a repetirlo?

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