El pesimismo cósmico de Giacomo Leopardi

El pesimismo cósmico de Giacomo Leopardi

Carlos Antonio Delgadillo 

Los Opúsculos morales del poeta romántico italiano Giacomo Leopardi (1798 – 1837) son una colección variada de textos breves, sin uniformidad estilística ni pertenecientes a un mismo género. El poeta se coloca en varias posiciones, utiliza varias máscaras y nos habla con diferentes voces, en un afán conscientemente antisistémico.

A pesar de esa pluralidad, podemos reconocer un mensaje recurrente, que constituye la esencia de los todos esos pequeños ensayos, diálogos y poemas que componen la obra, escrita sobre todo en 1824, con añadidos importantes entre 1825 y 1827, y publicada íntegramente hasta 1845, ocho años después de la muerte del autor.

Ese mensaje puede resumirse así: el ser humano no es el centro del universo, sus esfuerzos y logros, que cree que son el pináculo de todo lo que existe, son poco más que nada, frente a la vastedad del cosmos y la infinitud del tiempo.

Se trata de una versión literaria y terrible de lo que, por ejemplo, intentaron expresar los pintores románticos cuando optaron por eliminar la figura humana o la incluyeron sólo para empequeñecerla entre las olas, los bosques, las montañas y las tempestades. Fue la elevación del paisaje desantropomorfizado y la elevación en cambio, de la naturaleza.

La rebelión romántica de Leopardi deriva en una sátira de la condición humana. Así, en el “Diálogo entre un duende y un gnomo”, se nos presenta una situación en la que ha desaparecido nuestra especie. Las dos criaturas fantásticas intercambian opiniones sobre esa ausencia repentina.

GMONO. (…) Ahora, yo querría saber lo que dirían de su propia presunción los hombres, que hacían de todo a ésta y aquella especie, [que] se abismaban mil brazas bajo tierra robándonos lo que era nuestro, diciendo que le pertenecía al género humano, que la naturaleza se lo había escondido allí para burlarse de ellos, queriendo siempre probar si encontrarían algo para sacarlo afuera.

DUENDE. ¿De qué te sorprendes, cuando no sólo estaban persuadidos de que las cosas del mundo no tenían otro deber que estar a su servicio sino, además, de que todas las especies eran una baratija en comparación con ellos? Y, sin embargo, a sus propios asuntos los llamaban revoluciones del mundo, y a sus historias, historias del mundo, por más que quizás se podía enumerar dentro de los confines de la Tierra la misma cantidad de especies, no digo de creaturas, sino sólo de animales, que la cantidad de hombres vivos; estos animales, que estarían para el uso de los hombres, no se daban cuenta de que en el mundo hubiese revoluciones.

El conjunto de animales y seres vivos, diría Leopardi, no gira en torno del hombre, ni existe para su servicio. El antropocentrismo lleva a los humanos a pensar en todo lo existente como hecho para ellos, en un orgullo desmedido, exagerado y, por eso mismo, ridículo.

DUENDE. Y esto también es divertido: que infinitas especies de animales nunca han sido vistas ni conocidas por sus dueños, los hombres, o porque viven en lugares donde éstos nunca pusieron un pie, o por ser tan diminutos que de ningún modo llegarían a descubrirlos. Y no se dieron cuenta de la existencia de muchísimas especies antes de los últimos tiempos. Lo mismo se puede decir acerca de las plantas y otras miles de especies. De la misma manera, gracias a sus catalejos, descubrían una estrella o un planeta, que hasta entonces no sabían que existieran, y enseguida los inscribían entre sus pertenencias (…).

Desaparecidos los humanos, como constatan el duende y el gnomo, la Tierra, el Sol y los planetas siguen ahí, como si nada hubiese sucedido. La historia de la humanidad se revela como apenas un instante, contingente, que pudo ser o no ser, insignificante. Es como el “Monje frente al mar” de Caspar David Friedrich (contemporáneo de Leopardi), un ser minúsculo frente a la enormidad del mar y los cielos.

En “Diálogo de la Tierra y la Luna” tenemos un planteamiento similar, luego de la extinción humana. El planeta parece haber adquirido la perspectiva de los hombres, quizá por haberlos “escuchado” o haber “convivido” demasiado con ellos, pero la Luna no. El contraste es palpable en su charla.

LUNA. Perdona, señora Tierra, si te respondo un poco más libremente de lo que conviene a una súbdita o sierva, como soy yo. Pero, la verdad, me resultas peor que vanidosa si piensas que todas las cosas de este mundo son conformes a las tuyas; como si la naturaleza no hubiese tenido otra intención que copiarte puntualmente por todos lados. Yo digo que estoy poblada, y tú por esto concluyes que mis habitantes deben ser hombres. Te advierto que no lo son, y tú, admitiendo que son otras creaturas, no dudas de que tienen las mismas cualidades y los casos que tus poblaciones.; y me alegas que el catalejo de no sé qué físico. Pero creo que estos catalejos que no ven mejor las cosas tienen la vista de tus niños, que descubren en mí ojos, boca, nariz, que no sé dónde los tengo.

Esa perspectiva desmesurada del ser humano, que lo hace ver todo desde sí mismo, como si todo sólo cobrara sentido gracias a él y como si todo tuviera que reducirse a sus pobres esquemas, lleva al personaje de “Diálogo de la naturaleza y un islandés” a reclamar que, por las enfermedades, las inclemencias climáticas, la hostilidad de los océanos, las erupciones volcánicas, los animales salvajes, las picaduras de insectos, lo inhóspito de las selvas, entre otras amenazas, la naturaleza se ha planteado hacer infelices a los hombres. Frente a eso, que sólo evidencia la soberbia humana, la respuesta no puede ser más dura.

NATURALEZA. ¿Acaso imaginabas que el mundo fue creado por vuestra causa? Ahora sabe que en mis acciones, en mis órdenes y en mis creaciones, excepto poquísimas, siempre tuve y tengo la intención de otra cosa, antes que la felicidad o la infelicidad de los hombres. Cuando yo os ofendo de distintas maneras o con cualquier medio, no me doy cuenta sino poquísimas veces; así como, si ordinariamente os deleito u os beneficio, tampoco lo sé; y no he hecho, como vosotros creéis, estas cosas, ni hago estas acciones para deleitaros o beneficiaros. Y, por fin, si tuviese que extinguir a toda vuestra especie, yo no me daría cuenta.

Ni el planeta, ni los animales, ni las plantas, ni cualquier ser vivo, ni los minerales, las estrellas o la naturaleza entera están ahí para y por el hombre. Leopardi, que se opuso toda su vida al cristianismo, desmonta el antropocentrismo que no sólo caracteriza a esa religión, como a otras, sino también al racionalismo y el pensamiento ilustrado. El poeta no suscribe que el ser humano tenga algo que lo diferencie, lo distinga y lo ponga por encima de todo lo demás.

La aparición o desaparición de la humanidad no sería, por ello, algo especialmente importante. Y su existencia, más que un gran suceso, si acaso ha significado un problema para su entorno. El hombre no es algo inocuo, es destructivo, pues tiende a validar la instrumentalización de prácticamente todos los entes, en una loca carrera hacia la autodestrucción.

El fin de la humanidad, que ha sido presentado por religiones y tendencias filosóficas como el propósito de todo el cosmos, es presentado por Leopardi como un acontecimiento más. No obstante, en el texto más conocido y famoso de los Opúsculos, el “Cántico del gallo silvestre”, el ave – tan grande que alcanza las nubes – pronuncia (canta) un discurso que incluye al universo como algo que también terminará.

Vendrá un tiempo en que este universo y la naturaleza misma se apagarán. Y así como no queda rastro ni fama alguna de los grandísimos reinos e imperios humanos, y de sus maravillosos movimientos, que en otras edades fueron famosísimos, de la misma manera no quedará ningún vestigio del mundo entero, ni de las vicisitudes y calamidades de las cosas creadas, sino que un silencio desnudo, y una quietud altísima colmarán el espacio inmenso. Así este arcano admirable y espantoso de la existencia universal, antes de ser aclarado y comprendido, se disipará y se perderá.

El ser humano, que cree tener la clave del universo y que, al parecer, espera existir para siempre o que podrá estar ahí lo suficiente para conocer los misterios del cosmos, es, en realidad, una criatura ínfima, en medio de una extensión y duración incomprensibles e inabarcables para su razón y su ciencia. Este universo se acabará, muchísimo después de la desaparición completa del hombre, la Tierra y el Sol. Y no quedará sino el silencio, la nada o algo que nunca alcanzará a imaginar siquiera.

Leopardi, como máximo representante del romanticismo en sus ramificaciones pesimistas, arriba a una conciencia crítica que cuestiona ácidamente los supuestos de la religión cristiana y de la modernidad. Hoy, que vemos los efectos cada vez más graves del antropocentrismo, su obra resurge para decirnos, sin esperanza ni lenitivos, que nuestra especie no es el centro y que se encamina irremediablemente a su fin, un fin que, con toda seguridad, significará nada.

Bibliografía citada

Leopardi, Giacomo (2015). Opúsculos morales. Traducción de Alejandro Patat. Buenos Aires: Colihue