El poder de lo negativo

El poder de lo negativo

Pseudo Longino

Gracias a la obra de historiadores como Norman Cohn, sabemos que en la Europa de los siglos XIII y XIV prendió la herejía de los Hermanos del Libre Espíritu.

Siguiendo a Orígenes, propugnaban que todos los seres humanos volveríamos a Dios, aunque nos hubiéramos alejado del Uno, en una apocatástasis, sin importar nuestra conducta realmente, pues, según esta herejía, cada uno de nosotros es Dios, es Cristo, y nuestra voluntad es la divina.

De hecho, para los begardos y las beguinas, un tipo de Hermanos del Libre Espíritu, el alma de los que han llegado a este conocimiento no puede pecar. Predicaron, pues, la impecabilidad. Y, de hecho, comportarse con desenfreno era una prueba de este conocimiento y esta santidad.

Aquí las cosas ya se pusieron interesantes, porque si el comportamiento incorrecto, incluso abominable, de los begardos y beguinos era, de alguna forma, la prueba de su salvación, pisamos el terreno de la “teología negativa”, esto es, de la que se atreve a indicar lo divino a través de su contrario.

Francesco Zambon, en un artículo sobre el significado de los bestiarios medievales y la descripción de los monstruos, descubre justamente la tendencia a referir lo perfecto a través de lo repugnante, lo que demostraría que todo, absolutamente todo, tiene la huella de Dios, incluso las más grotescas criaturas imaginables. Lo fácil sería indicar a Dios a través de lo bello y lo perfecto. Lo difícil, y realmente loable, estaría en indicarlo a través de lo que parece más opuesto a él.

La bestia, el monstruo, serían útiles para, a partir de ellos, también dar testimonio del Creador. Y no sólo lo muy feo sino también lo insignificante, que estaría en las antípodas de la omnipotencia divina, deben ser vinculados, no obstante, con Dios. Así, el gusano o la semilla de mostaza devienen manifestaciones del Todopoderoso, por contraste, como en un espejo invertido.

Podríamos extendernos en las deliciosas antítesis de los teólogos, como Prudencio, que contrapone a Eva con María, la madre-virgen. La primera habría pecado en una suerte de cópula con la serpiente, el demonio, recibiendo su simiente y siendo condenada a parir con dolor. La segunda, concibiendo sin cópula, habría vencido al demonio y redimido a la humanidad.

También podríamos retomar a los místicos que llaman “gusano” a Cristo, retomando una antigua historia sobre el rey Salomón, que encerró a un polluelo de avestruz en una campana de cristal y, su madre, al verlo morir, capturó un gusano, lo mató en la campana y alimentó al polluelo con la sangre derramada. Así, Dios Padre sería la madre avestruz, la humanidad sería el polluelo y el gusano sería Cristo. El ser más insignificante e incluso repugnante sería también símbolo de Jesús.

El pensamiento dialéctico teológico puede darnos importantes lecciones. Frente a la lógica lineal de la identidad, bien valdría la pena hacer búsquedas intelectuales y vitales a través de lo negativo, imaginar lo inverso. O, como se dice coloquialmente, ensayar a ponernos en el lugar del otro.

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