EL PODER Y LA GLORIA

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El Poder y la Gloria es la inquietante historia de un sacerdote acosado por la policía de Tabasco, durante la persecución religiosa desatada por Tomás Garrido Canabal. Su autor Henry Graham Greene de origen inglés, nos presenta la  contradicción de las debilidades de un ser humano en la  búsqueda inútil de la redención.

Novelista inglés nacido en 1904 y muerto a los 86 años en Suiza, destaca en sus obras a personajes de conducta moral ambigua, dotados al mismo tiempo de cierta heroicidad. De sus obras destacan El poder y la gloria, Un americano impasible y El factor humano. Se convierte al catolicismo a los 22 años, en la adolescencia intentó suicidarse varias veces. Ejerce el periodismo durante toda su vida. Muchas de sus obras fueron adaptadas al cine.

Al observar la vida en la capital del estado de Tabasco, el autor nos describe como en la plaza en el paseo de la tarde las mujeres van en una dirección y  los hombres en la opuesta. Destaca a los jóvenes con camisas rojas, que pugnan en torno a los puestos del agua mineral.

Nos señala a la vez a un teniente que marcha al frente de sus hombres con aire de tedio, que parece unirlo a ellos contra su voluntad, destaca una cicatriz en su quijada que puede ser reliquia de una fuga. Lleva polainas y la funda de la pistola lustrosa, los botones cosidos. Su nariz ganchuda resalta en el flaco rostro, su limpieza da la impresión de su ambición excesiva en aquella ciudad andrajosa.

En otra escena nos dice Green que el jefe de policía para identificar al sacerdote perseguido muestra al teniente un papel con rostros formados por muchos puntitos, de una fotografía de periódico, en una fiesta de primera comunión de años atrás. Un muchacho con alzacuello romano que se sentaba entre las mujeres, regordete, ojos saltones, regocijado con inocentes chistes femeninos.

Por su parte en su escondite el cura recordaba que en conjunto habían fusilado cinco curas, dos o tres habían escapado, el obispo estaba en México a salvo y otro se había sometido al decreto del gobernador para casamiento forzoso de los sacerdotes. Vivía cerca del río con su ama de llaves, era la mejor solución de todas, que daba testimonio de la flaqueza de su fe. Demostraba el fraude practicado durante años. Si creyera en el cielo y el infierno, no le importaría un poco de dolor a cambio de la eternidad. Acostado en su lecho, en el calor húmedo, en la oscuridad no sentía simpatía por las flaquezas de la carne.

En su huida, la mula en que montaba el cura se sentó. Estuvieron marchando a través de la selva desde hacía doce horas, se dirigían al Oeste cuando les dijeron de soldados y cambiaron al Este. En esa dirección los llamados camisas rojas tenían gran actividad y cambiaron hacia el Norte, vadearon pantanos entre las sombrías caobas. Ahora estaban cansados.

Era macilento, con ropas destrozadas, dirigiéndose, después de muchos años, a su propia casa. En el poblado sonrió, mirando al suelo, mientras la mujer le reñía como ama de llaves, así era en tiempos pasados en el presbiterio y las reuniones de Hijas de María y de las hermandades de la parroquia. Pregunto cómo estaba Brígida, el corazón le saltó al nombrarla. Un pecado puede tener grandes consecuencias y llevaba seis años fuera. Ella le contestó que estaba bien.

Le perturbaba el enorme problema, con las manos sobre los ojos en tanto descansaba recostado, en ninguna parte de toda la llanura pantanosa había una persona a quien consultar. Se llevó a la boca la botella del aguardiente.

Cuando estuvo frente a la niña le echo una mirada a los ojos, que lo amedrentaban y parecía tener delante a una niña convertida en mujer antes de tiempo. Era como si viera su pecado mortal sin contrición que le miraba. Intentó hallar contacto con la niña y no con la mujer.

De su mujer, le asombraba su carácter acomodaticio, durante cinco minutos y siete años atrás, habían sido amantes, si es que tal nombre era una situación en la que ella no le llamó por su nombre. Para ella solo fue un incidente, un rasguño que se cura en la carne sana, incluso le enorgullecía haber sido su mujer. Por su parte él llevaba una herida que le hacía sentir que había acabado el mundo.

El cansancio, el sentimiento de culpa le generó la tentación de adelantarse ante el teniente para decirle que era el que buscaba. Se preguntaba si lo fusilarían al instante. Lo veía como una ilusoria promesa de paz.

Cuando estuvo en la antesala de la muerte, el teniente volvía a abrir la puerta llevándose inconsciente la mano al revólver. Taciturno, que al tener al cura bajo llave y cerrojo no le quedaba nada en que pensar. Los resortes de su actividad se habían roto. Recordar semanas de acoso como un tiempo terminado. Se sentía el teniente sin objeto, como si la vida se hubiese agotado.

Le sugirió al prisionero con simulada bondad que procurara dormir, estaba cerrando la puerta cuando la temblorosa voz del prisionero le habló para preguntarle si había visto fusilar gente como él, le contestó que sí. Entonces le preguntó que si el dolor duraba mucho tiempo, le contestó que solo un segundo. Al cerrar la puerta se marchó por el patio encalado.

Green regresa al prisionero para decirnos que el cura bebió un trago de aguardiente y se levantó con un calambre, se dirigió a la puerta y miró por la reja el cuadro iluminado de la luna. Distinguió los gendarmes en sus hamacas, uno no podía dormir y se balanceaba indolente. Había un silencio extraño, incluso en las demás celdas, el mundo entero había vuelto la espalda para no verle morir. Los ocho años de servicio le parecían una parodia de sacerdocio. Pocas comuniones, pocas confesiones, y un mal ejemplo sin fin. Pensaba que sí al menos tuviera una sola alma para ofrecer, y decir a Dios, este es mi trabajo.

 

 

 

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