El seminarista David (cuento) / II

El seminarista David (cuento) /II

Mel Toro

Segunda parte de tres:

En uno de los oficios de vigilia en el templo, le pareció reconocer a la tentadora. Empezó a frecuentar el oficio, oculto en la soledad cómplice de las naves desiertas, breviario en mano. Se encaminaba todas las tardes al santuario a rezar. Y se hincaba entre las bancas o en los oscuros rincones, devoto siempre, rebozando unción, concentrado en sus preces. Tenía que llegar, cauteloso, al altar misericordioso de aquella desconocida, para hacerle saber que era él quien le observaba desde la ventana, quien descubría sus encantos femeninos tan resguardados de miradas intrusas, cada vez que ella dejaba lamer su cuerpo al viento y al cantar de las estrellas. Ella tenía que saberlo y conocerlo, porque las ligas que los unían eran tan fuertes que nada podría ya romperlas. Cumplió su deseo. En una de aquellas veladas furtivas, se hincó al lado de la bella chica, a rezar sus jaculatorias. Ella se santiguó, oró una breve oración y salió del oratorio. David la siguió con la mirada. La chica le devolvió el guiño interesado, con una seductora sonrisa.

Los sigilosos encuentros se repitieron. Ella acudía al templo casi todos los días a la misma hora. Le quedaba a unos cuantos pasos de su casa. Lo había hecho muchas veces antes, aunque a distintas horas. Estableció horario fijo cuando descubrió que el seminarista la miraba con insistencia y se ponía junto a ella, a elevar preces. David dio un paso adelante. Se incorporó de su reclinatorio y salió a la calle a hacérsele encontradizo. La chica le sonrió como siempre. Dio entrada a su charla. Notaba, por su vestuario y el tipo de rostro untuoso, que el muchacho tenía que ser un estudiante del monasterio. Enjundioso David, saltó las trancas y le reveló todo su secreto. Le hizo saber a detalle cómo le velaba el sueño cada día, desde su celda, que se le había tornado un escondite involuntario.

La muchacha no mostró extrañeza, pues le resultaba dato conocido y aceptado que su cuarto fuera visible desde aquella parte del seminario. Pero le hizo entender que no era conducta de un aspirante a votos de celibato que espiara a una joven que no le había dado consentimiento para ser perseguida con fines eróticos. Si aun así la espiaba, no era más un aspirante a clérigo, sino un tuno inexperto.

_ Nada consigue con atormentarse a la distancia – le dijo -. Yo no me mudo la ropa para excitarle o provocarle. No pienso en espías de mis movimientos íntimos.

El fauno apasionado, sin pericia en lides amatorias, quedó chato a la prevención de la chica. Lo turbó además la prestancia de la sílfide ahora a su lado. No se le ocurrió más que jurarle que, para conquistarla, estaba dispuesto a abandonar el seminario. Se lo planteó a bocajarro. La muchacha no salía de su sorpresa.

_ Pero ¿si yo ni le conozco a usted, ni sabía siquiera de su existencia? Es la primera vez que cruzamos palabra. ¿Cómo puedo yo responder a la propuesta de ser mujer suya?

_ Yo me entregaré a ser su amante de por vida. La treparé al nicho de mi adoración. Será para mí una ensoñación hecha realidad. Seré siempre su rendido vasallo.

Por toda respuesta, la chica le preguntó su nombre de pila. Pero él insistía. Era manifiesto que incomodaba a su bella interlocutora. Ella era delicada con él, muy atenta en sus respuestas. Pero éste no caía en la cuenta de que sus embates eran atendidos por cortesía, no por aquiescencia. Hasta que ella no soportó más el acoso y le espetó cortante.

_ Escúcheme bien, David. Y entiéndalo por favor. Se lo diré con toda claridad. Con todo gusto atiendo al seminarista David. De ‘David de tal’ no quiero saber nada.

La muchacha, de la que David en sus torpezas no capturó ni el nombre, conocía bien al director del seminario. No era su confesor, pero acudía con él cada que sentía necesidad de consejo. Se guardaban empatía. Lo buscó y le narró la peripecia completa con su extraño y hasta ese momento desconocido pretendiente. “Soporté su insolencia por atención”, fue el dictamen lapidario de la chica. Le pidió que pusiera remedio, que no quería repetir escenas tan enojosas.

El cura viejo ensayó a disculpar a su pupilo, a sabiendas de que la inexperiencia de los internos les hace ser atropellados. “Tal vez descubrió en ti alguna señal de aprobación. Tal vez abriste alguna rendija para que supusiera que le tenías afición y podrías corresponderle. Finalmente, él todavía no profesa. Aún no ha jurado los votos. Aún no es sacerdote pues”.

_ Será, padre – contestó ríspida ella -. Pero yo no vengo al templo a buscar marido. Hay por el mundo mucha fruta madura de donde escoger. No tengo necesidad de que me atisben en mi casa, en mi privacidad, por las noches. Y que, tras observarme, luego quieran que les conceda mis encantos, como a fuerzas. Al menos de sus seminaristas no esperaba esto. Ya podían ser más comedidos.

_ No son todos así – se defendió desfalleciente el cura.

_ No quiero comprobarlo – remató molesta la muchacha, dándose la vuelta para retirarse.

(Continuará…)

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