El seminarista David (cuento) / III

Mel Toro

Tercera parte:

Enterado de sus andanzas, el director llamó a cuentas a David. No tuvo tolerancia. Le hizo saber que había violado las normas, que había puesto en entredicho el prestigio de la casa. La afrenta se lavaba con su expulsión. Lo conminó a arrepentirse y a pedirle perdón a la ofendida. El cura estableció la cita. La chica se resistió al principio. Pero terminó aceptando. Accedió a asistir bajo la promesa del director de no dejarla sola un instante con el atrevido infractor.  La entrevista fue desahogada en el refectorio del seminario a donde la dama fue invitada a comer para ser desagraviada. A los postres y siempre ante la presencia del cura, David apareció. Presentó sus respetos a la mujer y, sin esperar respuesta, se retiró de nuevo. Una vez reparada la imagen del seminario, a los ojos del director y a satisfacción de la ofendida, David fue puesto de patitas en la calle. Regresó a su pueblo natal con la cola entre las patas.

No puede ahora atar puntas de hebra sueltas entre los recuerdos de la infancia y su realidad presente, estando con Marta. Sus añoranzas antiguas volaron hechas trizas. El exseminarista siente que el cariño platónico, con que la había entronizado en su vida, ya no tiene sustento alguno del cual agarrarse. Marta anda a su vez en otra sintonía. Siente como que el seminarista reparte su vida con dos mujeres, aunque no lo confiese. En su historia debe haber otra. Lo inició en el eros y ahora lo desprecia. Ella lo ama, pero no está dispuesta a refocilarse de inmediato con él. Ve que David quiere volar, pero lo juzga pajarraco domesticado con alas cortadas. Empero acepta su coqueteo.

_ ¿Para qué te dejas crecer la barba? – le pregunta.

_ Así lo hacemos los intelectuales.

_ El intelecto no necesita aditamentos exteriores – le responde Marta -. La valía reside en los actos, no en la fisonomía.

David dedicó sus ocios en el seminario a aprender a tocar guitarra y piano. Luego se apasionó de las canciones de protesta. Asqueado del clasicismo monacal, adoptó los ruidos estrambóticos de la juventud rocanrolera y drástica, de pensamientos orientales e injertada de yanquismo hasta la médula. Su guitarra se llena de figuras grotescas, asociadas todas con la muerte violenta. Con la rapidez del que desata la tormenta, en su mente desfilan las filosofías, griega y romana. Tal vez hubiese adoptado a Sócrates, pero es mejor Lucrecio para sus pensamientos hostiles: ser nada ante el todo y todo ante la nada. “Viva el diablo, muera dios” Y como el Basarov de Turguenev, despotrica. Marta no muestra sorpresa, aunque no entiende de pronto todas las citas que le recetan las respuestas petulantes del intelectual soberbio en que se ha convertido su novio infantil.

Marta no entiende de letras. Pero conoce mucho del amor concreto y del mundo real. No tiene claro si lo que ella practica ya lo tasajearon los existencialistas u otros filósofos, pero ama con sinceridad. Y sabe ser reservada y atenta. Se saca del pecho el viejo pliego, pintado por quien estuvo tantos años ausente. Se lo entrega. ‘Marta y David’, enmarcados en un corazón atravesado por una flecha. Fueron trazos suyos. Ella no tiene nada más que agregar. El hecho de haberlo conservado y entregárselo ahora lo dice todo. Él sabrá si quiere que aquella vieja promesa continúe o si es rota ahora para siempre. Están juntos de nuevo. Pasional y viril, él; ardiente y seductora, ella. Las demás muchachas les dejan solos a la sombra de los ozotes. Le espeta que la decisión última está en sus manos.

La tarde esplende. En el horizonte, el rubor de la nube al verse descubierta por el sol en su escondite verdiazul torna en carmín los colores del firmamento. Como adolescente vivaracha, quisiera dejarse iluminar toda blanca, para no aparecer con pecado. Pero atardece. Estuvo retenida sobre el monte, escondida, mostrando su vientre plomizo de hiel amarga. Quería descargar centellas y truenos y empapar de agua las torrenteras. Quería arrastrar arena y tierras, para heredarlas al llano. Pero no lo hizo. Al contrario, se fue diluyendo y adelgazando. Los últimos rayos del sol la tornan rojiza, desgarrada, amortajada. Las bandadas de patos que buscan donde pasar la noche la cruzan sin descomponerla, pues les quedan muy altas.

Marta también le queda muy alta a David. Pero está plegada, humilde, a su lado. No quiere ella que tan viejo amor se pierda por meras castañas. Le busca la mirada. Lo besa. Pero David no reacciona, no responde a los estímulos de la sencillez encarnada. Anda en un mundo desconocido. Marta descubre que en David no hay amor; que su aparato emocional está seriamente dañado. Con donaire, aunque desairada, lo torna al grupo. Capta la vida despedazada del aguilucho, que abandonó el nido sin saber volar. Le acerca de nuevo al grupo y corre por la campiña, haciendo corro junto a las demás chicas. Al final, todas dejan a David hundido en su mutismo.

El exseminarista vuelve a casa fatigado. Fuma, duerme. Las campanas del templo sueltan su lengua de negro tañido, llamando a la misa de la noche. Comadrean con gusto los chismes que divisan desde la torre. El chasquido de sus voces, como cencerro de cabra montés, reúne a las viejas beatas. Guiado por un deseo ingobernable, David camina hacia la taberna. Llega, abre la puerta. Pero el olor a cigarrillos, a vino y a fermento de gente podrida, lo regresa a la calle. No está impuesto a estos ambientes. Regresa a su casa. Por el camino de retorno, le repiquetea en su magín la fórmula archiconocida: “¿Nadie te ha condenado? Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más”.