El sepelio del papa

El sepelio del papa

Juan M. Negrete

Todos vamos a enfrentar a la parca algún día. De tal encuentro no nos escapamos. De manera que llama la atención del respetable este hecho particular cuando se trata de un evento sorpresivo, o bien cuando tiene tintes trágicos. De defunciones masivas luego se arman tinglados de investigaciones que se aplican a la búsqueda de las causales que les dieron motivo. Y así por el estilo.

Pero cuando el deceso cae en un hombre de estado en funciones, de un magnate en la plenitud de su poder o de seres excepcionales, como líderes populares y anexas, por fuerza se detienen las rotativas, hacen a un lado las noticias locales o cotidianas que estén procesando y meten adelante, en primera plana si es posible, la nota de la defunción de estos notables. Es el caso ahora del pontífice romano Jorge Mario Bergoglio, argentino y jesuita, a quien le acaban de dar cristiana sepultura en la basílica de Santa María la Mayor, en el vaticano.

No nos resulta tan frecuente el hecho de que funcionarios de alto coturno terminen dejando inconcluso su mandato por razones de defunción. Aunque estamos todos destinados a un final, como nos venga, no es tan usual que veamos caer en su sino letal a los personajes que desempeñan altos cargos burocráticos o del poder instituido. Si les ocurre, vemos que se despliega la parafernalia de que están rodeados y se montan las más de las figuraciones de incienso y mirra al alcance. El oro ya lo traen todos los acompañantes en sus vestuarios e intrumentos del ritual que se arme. Pero no son tan frecuentes los casos.

Curiosamente, con las exequias de los papas, estos rituales están establecidos, normados y vigentes, por el simple hecho de que la duración del mandato para el que son electos concluye precisamente con su muerte. Se conoce que el puesto de obispo de Roma, o de sumo pontífice, o como se le mencione, es vitalicio. Concluirá entonces tal mandato terrenal con la llegada de la dura parca, que no perdona.

Por eso vemos en todos los medios y de todas las formas que se nos han estado transmitiendo los protocolos de su defunción, de sus velatorios, de su traslado al espacio en donde quedará sepultado y todo lo que tenga que ver con estas andanzas. Sea o no grato para la audencia, pero son noticias que acaparan la atención y las deglutimos como vengan. De la exposición de su cuerpo para que el público lo tocara o lo viera al menos por última vez, se habló de un conglomerado de un cuarto de millón de fieles asistentes. No son cifras menores.

A la madrugada, según nuestros horarios locales, el cuerpo de Bergoglio fue inhumado ya en su último descanso. Y ahí permanecerá lo que nos dicte la duración de nuestras cosas en el planeta, que se nos ha puesto tan cambiante y azaroso. Pero corrijamos: al que hemos puesto tan azaroso e imprevisible nosotros mismos, los humanos.

Por ejemplo, con el lío de Ucrania, el discurso sobre una salida nuclear al conflicto se ha vuelto moneda corriente. Y ahora, con los acuerdos por signar entre los gringos y los iraníes, el orate israelí, Benjamín Netanyahu, no haya la puerta para meter su cuchara de hacer estallar tales juguetitos atómicos. Y mejor no le seguimos a esto, porque nos estamos ocupando de un evento pacífico y hasta ejemplar, como es la despedida de un papa bueno.

En la infancia de este redactor se escuchaba mucho este califiativo de bueno, para el papa Juan XXIII. No duró mucho en el cargo, pero alcanzó a organizar y a echar a funcionar el famoso concilio vaticano II, del que se desprendieron muchas reformas positivas para la relación entre el clero y sus agremiados. Todavía le tocó a nuestra generación de los años cincuenta y sesenta acudir al templo todos los domingos y aventarse la misa completita, en latín, de lo que no se entendía ni media palabra. Y menos viendo que el celebrante se la pasaba todo el oficio viendo hacia el altar y dándole la espalda al público asistente. Todo esto ya es historia, sí. Pero los cambios litúrgicos y otras medidas de más fondo, como la puesta a andar de la teología de la liberación, provinieron del concilio montado por aquel papa bueno.

Ahora a Bergoglio buscan endilgarle santitos de la misma calaña. Se dice que buscó aplicar la austeridad en todos los rituales que se realizan en los oficios del vaticano. Eso de que los cardenales y los obispos vistan con trapos con oropel y calcen sandalias de oro, raya en extremos que no tienen por qué tolerarse. Parece que Bergoglio, al no poder impedirlos, renunció a todas esas formas fatuas de desplazamiento. Al menos eso habrá que aplaudirle. Si sus subalternos no siguen su ejemplo, con su pan que se lo coman.

Pero no es en estas exterioridades en las que resalta el espíritu auténtico de sus propuestas de renovación. Revivió de la teología de la liberación el lema de la lucha preferencial por los pobres; trató de meterle freno a la intolerancia declamada en contra de los matrimonios homosexuales, al autorizar los matrimonios entre individuos del mismo género. Y una medida muy polémica en estos avatares vino a ser la apertura sobre aceptar la solicitud de divorcio religioso a los matrimonios que decidan tramitarlo; y concederlo. Hay muchas otras medidas que se quedaron en el tintero, como lo de la ordenación sacerdotal de las mujeres y no se diga la eliminación del celibato entre los curitas. Mucho bien le hubiera hecho a la comunidad eclesial que Bergoglio hubiera dado este paso trascendental. Pero no lo vimos. Y tal vez no lo veremos pronto tampoco. Pintan sus posibles sucesores a no querer moverle al avispero. Ya se verá. Por lo pronto, hay que decirle al papa ido, junto con toda su feligresía, que descanse en paz.