El silencio del alma

Mizayra Janeth Delgado Guevara

El sol, un disco pálido y sin brillo, se asomaba tímidamente entre las cortinas, como si temiera despertar a Elías.  Él permaneció inmóvil, envuelto en la oscuridad de su habitación, un capullo de sábanas grises y desesperación.  Otro día comenzaba, otro día para luchar contra la inercia, contra la apatía, que se había convertido en su fiel compañera.

Elías se levantaba con la misma pesadez con la que se movían las agujas del reloj. Cada tictac, un recordatorio de un tiempo que se escapaba, un tiempo que él no sentía que le perteneciera.  El desayuno era un ritual silencioso, un par de galletas secas acompañadas del amargo café que apenas lograba despertar su paladar.  El trabajo era un tormento, una sucesión de tareas repetitivas que se extendían infinitamente, como un desierto sin oasis.  Cada correo electrónico, cada llamada telefónica, cada interacción con sus compañeros, era una montaña que tenía que escalar, una prueba de su resistencia, o más bien, de su resignación.

Las noches eran la peor parte.  La soledad, una presencia tangible, se instalaba en su pequeño apartamento, alimentándose de sus miedos y sus dudas.  El silencio, roto solo por el susurro del viento y el lejano murmullo de la ciudad, se convertía en un coro de voces acusadoras, que le recordaban sus fracasos, sus errores, sus oportunidades perdidas.  El sueño, un refugio tan anhelado, se negaba a llegar, dejando a Elías sumido en una vigilia interminable, un mar de pensamientos oscuros y atormentadores.

Un día, mientras caminaba por el parque, se encontró con una pequeña flor silvestre que brotaba entre las grietas del pavimento.  Una flor diminuta, frágil, pero llena de una vida tenaz.  Esa flor, en su insignificancia, le recordó que incluso en los lugares más desolados, la vida encontraba maneras de florecer.  Fue un pequeño destello de esperanza, una chispa que encendió una llama tenue en su corazón.

No fue una cura mágica. No desapareció su depresión de un día para otro.  Pero esa pequeña flor le dio la fuerza para seguir adelante, para buscar ayuda, para empezar a reconstruir su vida, ladrillo a ladrillo, paso a paso.  Su lucha continuaba, pero ahora, en medio de la oscuridad, había una pequeña luz, una promesa de que, incluso en los momentos más difíciles, la vida podía encontrar una manera de seguir adelante.