EL VELORIO
Mel Toro
Fue tan rápida su muerte que no nos dio tiempo de sentir los efectos primeros. Poco a poco se fue fijando en nosotros aquella extraña figura, olorosa a odio y a rencor de siglos; luego nos fue acostumbrando a ella, a fuerza de permanecer; y, con una energía dinámica que nos envolvió en sus aleteos íntimos, en su cálida voz de inexistencia, palpitó, tembló y se fue para siempre.
Tal vez la bruma de los años termine por borrarnos aquel recuerdo… Se pierden los recuerdos con tanta facilidad… Éste terminará por hacerse niebla y desaparecerá. Mas jamás aquel trotar anhelante de ansiedades que le asaltó, aquella expresión lívida, aquel lastimoso chocar de dientes. Ojalá nunca se nos vaya a olvidar este recuerdo. Cuando mi mujer siente la herida de los oscuros clavos de la muerte, le da por llorar en silencio, por esconderse al fondo del corral y no pensar en nada. Todos sentimos algo parecido. Se nos levanta el mundo, como en aquella tarde, y luego se nos hacen agua los ojos. Pero nos aguantamos.
Ese día casi no podíamos respirar del excesivo calor. Habíamos bajado del rancho a surtirnos, porque los trabajos del agua potable no nos dejaban mucho tiempo libre. Como cosa de adrede, nos habíamos tomado una cerveza en la cantina. Salimos de ella riendo, sin imaginarnos nada. Compramos aceite, cigarros, azúcar y otras cosas. Empacamos todo y, cuando el calor sofocó menos, empezamos a preparar las bestias para el regreso.
En realidad, no me acuerdo bien si fue un rayo o fue otra cosa, ni si fue algo siquiera. Luis se fue doblando, como rama quebrada, sobre el caballo. Abría los ojos desmesuradamente. Pero no era como muerte, era como otra cosa. Era como una concatenación de fuerza cósmica. Se parecía algo así a un remolino de TODO, que se le hundía en el cuerpo. El caballo bailoteaba, como si sintiera en su lomo siglos enteros de muertes y no una sola. La luz se oscurecía en razón de nada. El viento huía. Oíamos voces – lo he dicho mucho – pero como que salían de los troncos de los árboles. Y tanto tiempo que estuvimos así, como jugando a dioses, que se nos fue atorando algo en la garganta y ya no pudimos hablar. En tanto Luis, atravesado en las ancas, partía a un viaje sin retorno, sin salir jamás.
Al fin nos lo llevamos al rancho. Lo velamos. Uno de sus hermanos, resignado, nos pidió que le acompañáramos a encargar menudo. Otro fue por el mezcal, la canela y las ollas. Nos fuimos perdiendo, acompasados, por la oscuridad. Atrás dejamos los garrafones de mezcal y las vacías ollas de canela. Atrás quedaron, lavadas, las cuencas de los ojos. Atrás quedó también la nostalgia de una vida y ya. Porque al fin y al cabo la vida es como una fiesta y la muerte su crudo desenlace. De todos los hermanos de Luis, el que acompañamos es el más fuerte, aunque a nuestro lado sacudía su vigor, como queriendo prenderse definitivamente al desencanto de la noche. Un impulso de siglos, de arrepentimiento vital, un canto de reconocimiento a la naturaleza.
En el rancho todos somos conocidos. Alguna vez, si algún fuereño llega, como perdido, lo adoptamos al día siguiente y lo integramos al rancho, uno más de nosotros. La noche del velorio hubo un hombre, al que no conocíamos. De todas maneras, tomó canela y almorzó menudo, como cuando vamos a los velorios. A eso de las cinco de la mañana hizo una serie de bailes alrededor del féretro, rezó, lloró y cantó tonadas muy sentidas. A nosotros nos conmovía el corazón, ya débil por las horas robadas a la noche, aunque se nos hizo raro que procediera así. Aquí las mujeres lloran cerca del cuerpo y los hombres nos estamos fuera, sentados en la banqueta, con el sombrero entre las manos, platicando, consumiendo alcohol para la desvelada o el dolor.
De ese hombre, Clemente, se nos grabó muy bien el rostro, su larga nariz y su expresión hundida, lo enjuto y largo que tenía el cuerpo, como exhalación. Hablaba muy raro, de gatos negros y de velas a medio encender, de sombras fatales, de que su ‘hermano Luis’ le había ganado la delantera, de que le habían dicho que tenían que morir el mismo día y quedar en la misma tumba, que había venido a morirse… y lloraba.
Al fin se quedó dormido junto a una maceta y ya no despertó más, sino que lo llevamos cargando al camposanto, para que viera el sepelio. Y no lo vio. Y lo quisimos despertar y no despertó. Por eso lo tuvimos que enterrar en junta de Luis. Nomás que a él nadie le lloró, ni le hicimos velorio, porque nadie lo conocía en el rancho.