El viejo ideal de “Nuestra América”

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El viejo ideal de “nuestra América”

Juan M. Negrete

Cuando se reviven los pasajes antiguos de nuestra historia y se les busca medirles su profundidad y alcances, resulta sorpresivo encontrarse con que muchos de los ideales presentes ya eran una realidad en el pasado. Se encontró, por ejemplo, debido a la barrabasada que nos sacudió a todos por el hecho de que Trump le cambiara el nombre al Golfo de México por Golfo de América, que era antes nuestro país el que ostentaba el distintivo de lo americano en el mundo. ¿Y?

Cuando nuestros próceres locales, Hidalgo y Morelos, se dirigían a su gran público, utilizaban la denominación de ‘americanos’. Todavía se conservan muchos documentos de tales pronunciamientos antiguos que dan fe de que era costumbre arraigada tanto de quienes poblaban nuestro continente, como de los extranjeros (sobre todo europeos), que dirigían su atención a nuestras cosas. Así se lo lee en arengas y documentos fundatorios, como la primera constitución, la de Apatzingán, por citar un solo ejemplo de estas curiosidades.

Van ya dos siglos de terco limado y ajuste de tuercas, lo que les tomó a los gringos invertir el sentido y el uso de estas denominaciones. Ahora son ellos quienes resultan ser la ‘América’, por antonomasia, como antes lo fuimos nosotros. Tales hábitos se expandieron, de su propia pretensión y capricho, a convertirse en la denominación de uso en los demás países del mundo, sobre todo los que mantienen intercambio permanente y firme con nuestros vecinos.

No viene siendo entonces ninguna novedad la promoción del güero desabrido de invitar a sus votantes a “volver grande de nuevo a América”, haciendo connotar con este sustantivo la restricción clara de referencia a los Estados Unidos (USA, por sus siglas en inglés). Y parece que lo han conseguido ya, dado que los medios de difusión y los discursos oficiales trabajan de consuno en semejante tarea.

Por supuesto que siempre han contado con auxiliares autóctonos que les facilitan esta talacha, con remuneración o sin ella. Cuando uno lee memorias de antiguos luchadores locales, como a fray Servando, que hostigaba duro en el primer congreso que se armó en nuestras tierras, por querer aprobar una constitución que consagrara la administración territorial y sus avatares políticos con el modelo federal, que nos era completamente desconocido. La pretensión se sostenía tan sólo en la admiración que mostraban nuestros luchadores locales al formato republicano gringo, que se había estructurado en el norte. No le resultaban a fray Servando nuestros legisladores, sino simples y acríticos imitadores, que no entendían ni la o por lo redondo.

Desde entonces se nos vino la copia burda de la denominación oficial de nuestro país. Si el boyante país gringo se llama “Estados Unidos de América”, el nuestro se llamará: “Estados Unidos Mexicanos”. Y con tales galimatías cerriles nos hemos venido trotando en los dos siglos, en que nos hemos vendido solos la pócima de entendernos como países independientes. El chiste se cuenta solo.

Cuando nos dio la ventolera en los años sesenta del siglo pasado, de tomarnos en serio nuestra emancipación, en muchos espacios sobre todo académicos, nos dio la chifladura de recuperar nuestras denominaciones originales. Si en nuestro pasado colonial nosotros éramos los americanos por antonomasia, habría que volver a mencionarnos con tales epítetos arcaicos, dado que nos pertenecieron de origen.

Hubo la moda de llamar a la comuna de países, a los que les jalaban los hilos desde la península ibérica, tanto con los nombres de Latinoamérica, Hispanoamérica y hasta Iberoamérica. El epíteto de lo meramente hispánico dejaría fuera a algunos espacios amplios, como a Brasil. De ahí pues la necesidad de definir la amplitud de su significado. Lo ibérico o lo latino incluiría a todos los que traemos entramada la herencia del sur europeo, para diferenciarlo con lo anglo y lo teutón, que también proceden de Europa y se radicaron como nuestros abuelos en América. Pero la pretensión de fondo es que ninguna de las dos estirpes se proclame como propietaria exclusiva de la denominación. Por ahora, los anglosajones nos llevan ganada la mano a los latinos. Pero la pelota sigue en la cancha y no se ha terminado la partida.

También sabemos todos que fue una gran injusticia el hecho mismo de que al continente se le bautizara con el nombre de un cartógrafo: Américo Vespucio, y no con el que debió haberse tomado de referencia sólida: el del navegante genovés que vino a atracar primero en nuestros territorios. Cristóbal Colón no era español, pero tremolaba tales banderas. De ahí le vino el nombre a Colombia. Incluso, antes de que la volvieran pedacitos, incluía casi a todos los paisitos que la rodean. Por eso se hablaba entonces de esta nación primigenia como la Gran Colombia.

Los latinoamericanistas suelen hablar de estos ideales de nuestra América también con la denominación de la Patria Grande. Son ideales soterrados que mantenemos todos, aunque no les andemos pronunciando a cada rato. Tal vez por eso nos provoquen desazón y hasta vómitos el ver que titulares de nuestros países inanes, como Bukele en El Salvador, Noboa en Ecuador, Milei en Argentina, y otros más se atraganten hasta con las podridas por convertirse en adalides de la sumisión de nuestra América, de nuestra Patria Grande, al coloso anglosajón, al que ahora comanda un tal güero jiricuento, de apodo El Trompas.

La pelea va para largo y hemos de escenificarla. Pareciera que apenas empieza, pero viene desde muy lejos. No tiene visos de terminar pronto. Lo más claro de todo es que no tenemos espacio en la barrera para ser meros espectadores. Hemos que agarrar pues el toro por los cuernos.