En torno a nuestra necrofilia

En torno a nuestra necrofilia

Juan M. Negrete

La cloaca en el asunto de Teuchitlán tiene que ponernos a reflexionar en serio sobre nuestra negativa actitud generalizada sobre el dolor del otro, del que nos acompaña en nuestro caminar por la vida. En muchos lugares se admiran de la conducta casi festiva que guardamos con el fenómeno de la muerte, sobre todo si la retratamos en calacas, veladoras como calaveras, responsos versificados donde damos secuestrado por la huesuda al colega de al lado, al vecino, al político. Pobres o ricos, lo mismo nos da.

En este sentido, guardamos una actitud similar a la que describe Jorge Manrique en las coplas a la muerte de su padre: Allegados son iguales, los que viven por sus manos y los ricos. Se supone que Manrique se refiere a cuando llegamos a los parajes de la muerte, que nos empareja a todos. No nos aplica en cambio el retorno a lo disparejo de lo social que pinta Machado y que canta Serrat, al término de la fiesta, que es la que nos iguala: Vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza y el señor cura a su misa. Son dos visiones encontradas y nuestras.

La diferencia de la perspectiva es palmaria. Según Manrique, la que nos empareja a todos, sin distinción, es la muerte. Según Machado, es la fiesta. Como en las fiestas hay consumo de alcohol y de alucinantes, también se nos viene el igualamiento generalizado. La diferencia no va en el sentido de dejar de percibir la dureza de los renglones de la realidad, en donde se dan los distingos y las diferencias entre nosotros. Clases, castas, razas, sexos. La diferencia se establece tan sólo en que el empareje de las fiestas es temporal, mientras que el que nos porporciona la muerte es para siempre. Y todos contentos.

Pues bien, cuando se dice que los mexicanos guardamos una empatía generalizada por el fenómeno de la muerte, es porque le damos entrada o la tenemos presente en cada uno de nuestros recovecos de la praxis, pues la sabemos ineluctable. Si sabemos que todos nos vamos a morir, ¿para qué tanto brinco, estando el suelo tan parejo? Por ahí es por donde habría que captar la sorpresa admirativa de los extranjeros para con nuestros tópicos vitales. Quizás no sea una visión generalizada ésta, pero es una de las posturas con las que habría que juzgarnos.

Mas de pronto se nos han aparecido descubrimientos de sacrificios humanos, que ahora nos sorprenden y han venido a sacudir la conciencia colectiva. Esta conducta no parece estar consagrada en la idiosincracia nativa, la que damos por mexicana sin más. Más bien tiene visos de venirnos al encuentro, para enjuiciar, desde otras latitudes, desde otras sociedades, en donde a la calaca no se le recibe con risas y carcajadas, sino con solemnidades que casi nos son ajenas.

Este es un punto que deberíamos revisar en serio y a fondo. Porque el acontecer de calamidadades en las que se pierde la vida de muchos, sin que a los que quedan vivos parezca importarles un bledo, es un fenómeno social que no nos extraña. Se cita mucho en nuestros recuerdos pasados más o menos recientes, a la masacre en la noche de Tlaltelolco, ocurrida el dos de octubre de 1968. Pero la verdad es que veinte años atrás de tan infamante crimen colectivo se puede ennumerar hasta una decena de crímenes similares, alevosos e impunes. Y esto sin darle seguimiento más hacia atrás, que está lleno de ejemplos de esta laya.

La dureza de tales represiones generó una conciencia y una actitud que buscó ponerle un tope a tales arbitrariedades. Fue la chispa que hizo estallar el barril de pólvora de nuestra conocida guerra sucia, con el levantamiento de un buen número de grupos guerrilleros, dispuestos a lavar tantas afrentas. Pero los responsables de seguridad del régimen, que eran los señalados como autores, desataron una represión indiscriminada y apagaron estos levantamientos a sangre y fuego. Lo sabemos de sobra y no hay necesidad de proporcionar más datos.

Después del 68, ha seguido habiendo masacres colectivas. Es nuestro pueblo el que pone los catafalcos, como siempre. Podemos decir que hasta la llegada del siglo XXI, el criminal alevoso estuvo siempre arropado o era integrante de las fuerzas de la autoridad consagrada. El autor era siempre el gobierno. No tenía sentido buscar el distingo entre autor material e intelectual. A los dos les cubría el manto de la impunidad de las fuerzas estatales.

Pero ya en lo que va del nuevo siglo constatamos que las masacres continúan, que la estadística de los homicidios dolosos ha seguido a la alza en todos estos años. Y no sólo eso, se le ha incorporado una modalidad que no nos era común: la desaparición forzada, de la que concluimos aún sin pruebas un destino final fatal de las víctimas. Es lo que ha venido a descomponernos el cuadro a todos.

La diferencia que encontramos en estos cuadros letales viene a ser el hecho duro de que ahora los agentes de las desapariciones y las masacres ya no pertenecen necesaria o formalmente a las filas de la autoridad. Ahora actúan en estos escenarios grupos letales a los que se les designa como crimen organizado, como la maña, como la plaza y otras denominaciones corrientes.

Pero nos vinieron a resultar peores que los anteriores grupos alevosos e impunes, que operaban desde el gobierno. Ahora éstos nuevos criminales resultan desconocidos o irreconocibles para la gran masa poblacional. Tal vez será por eso que ya el encuentro con la calaca nos empieza a ser poco festivo. No tenemos mucho para celebrar o para aceptar su ineluctabilidad, si nos llega de parajes inesperados y rompe con toda la hilada histriónica personal, que nos había resultado tan natural hasta hace poco. Estados mudan costumbres, decían los viejos. Y para allá apunta.

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