Eduardo Jorge González Yáñez bienestar
Bien entrado el siglo XXI, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional —gemelos prodigios de las grandes potencias colonizadoras— han logrado extender, a punta de bala, la dictadura del mercado por todo el orbe. Los Estados han sido reducidos al tamaño de una pasa en nombre de las bondades del capitalismo en su modalidad neoliberal, abriendo paso para que, en época de la libre competencia, nadie compita contra las hechuras y deshechuras de una mano que se dice invisible. Los Estados mínimos del mundo en desarrollo se limitan a su rol de gendarme y proveen a la gente un falso sentido de seguridad a través del uso desmedido de la fuerza; tan falso como que cuidan otra cosa más que la propiedad privada de las grandes empresas.
Los gobiernos neoliberales han embargado al Estado y, con él, las empresas estatales que dotarían a las arcas públicas de los recursos necesarios para mejorar las condiciones del sistema público de salud y seguridad social. Así, resultado inevitable del capitalismo asfixiante y su increíble capacidad para fabricar pobres, el Estado de bienestar —concebido originalmente para redistribuir la riqueza recaudada por los gobiernos— se ha mantenido solo en su versión condensada, como una especia de red que atrapa, en última instancia, a las pobres almas que fallan en el mercado, con la firme intención de que a él logren reintegrarse y evitar que desarrollen una desagradable dependencia al Estado.
Lejos de proveer derechos a todos y todas por igual y promover el bienestar social, este modelo se ha convertido en una inversión social que funciona solo para asegurar la reproducción de la economía y la sociedad y el buen funcionamiento del mercado. Un Estado de bienestar, institucionalizado como el mexicano, que, con delirios de universalidad, solo ha logrado ser residual y responder a la obsesión liberal con la autoeficiencia del mercado y la mercantilización de la vida pública. Naturalmente, con poquísimos recursos, los derechos y servicios sociales que provee el Estado mexicano no han logrado, ni por mucho, emancipar a los y las trabajadoras del mercado, fortalecerles, ni en lo absoluto debilitar la autoridad absoluta de las fuerzas empleadoras.
En junio de 2018 el Instituto Mexicano del Seguro Social llegó a las casi 20 millones de personas afiliadas, menos de una quinta parte de la población nacional. Asignados sobre todo con base en la contribución fiscal, empleo o posición social, los servicios de seguridad social en México no han ofrecido realmente una alternativa al mercado y, al contrario, han preservado las diferencias y estigmas de clase y estatus. Y la insignificante capacidad estatal para redistribuir la riqueza ha dado lugar para que el mercado lo desplace y sustituya como proveedor legítimo de bienestar, por medio de servicios de seguridad privada y beneficios otorgados, a la buena de dios, por los y las empleadoras.
Si las y los latinoamericanos no desaparecemos es porque, con miras a solucionar los altibajos del mercado y corregir la desigualdad, los Estados constreñidos se han apoyado en el mercado y en la familia para asegurar la mínima previsión social, distribuyendo sus labores entre los tres, sin socializar los recursos necesarios para cumplirlas. Este Estado de bienestar entra en operación únicamente después de que el individuo ha fallado en el mercado y cuando la capacidad familiar de satisfacer sus necesidades ha sido agotada. De esta manera, para funcionar, el capitalismo ordena las relaciones sociales y promueve un modelo ejemplar de familia.
Se pone mejor. Los escasos y decadentes servicios sociales, como guarderías públicas, sacan provecho de los roles sociales de género, desincentivan a las mujeres a trabajar fuera del hogar y promueven la maternidad. Después, por no ser considerada una actividad productiva, el trabajo doméstico les niega el goce de derechos sociales, a los que solo pueden acceder por su relación marital con un hombre afiliado, o buscando un empleo en el masculino mundo del trabajo asalariado, en el país con la peor brecha salarial de género en América Latina. La vida pública se interrelaciona con la privada y, en el núcleo familiar, muchas personas dependen últimamente del trabajo mal remunerado de las mujeres.
Los problemas empiezan en el paraíso cuando, en tiempos de pandemia, el gobierno de México urge a la población a parar labores y quedarse en su casa. Por desgracia, el estómago no sabe de virus y tiene la necia costumbre de pedir alimento tres veces por día. Son 40 millones de trabajadores y trabajadoras mexicanas, formales e informales, las que se verán afectadas económicamente por la crisis sanitaria y la imperiosa necesidad de guardarse. 40 millones de personas que necesitan que la deshilada red del Estado desmantelado las atrape.
Claro que en tiempos de crisis no hay sistema de salud público que aguante, así como no hay mercado que resista el paro indefinido de la fuerza de trabajo. La diferencia es que, en América Latina, se han empecinado en destruir al primero, mientras buscan fortalecer al segundo. Así, cuando en la época neoliberal el mercado falla, la gente necesita comer y el Estado embargado no se da abasto, la familia entra en escena. Y con ella, las millones de mujeres mexicanas a cargo del buen funcionamiento del entorno doméstico y todo lo que eso implica, incluyendo la sobre-explotación del rol femenino en labores ni remuneradas ni socialmente reconocidas y la brutal violencia intra-familiar de la que muchas son objeto. La ocasión se pinta perfecta para evidenciar las asimétricas formas en que hemos organizado los roles sociales de género y descubrir los abusos y ciclos de violencia doméstica de los que somos partícipes, para detenerlos.
Además, del sistema de seguridad social hay mucho que mejorar. Es imperante comenzar a socializar los costos de la familia por medio de un Estado de bienestar proveedor, que maximice las capacidades del individuo y le permita independizarse de su núcleo familiar. Hablamos de la loca idea de un Estado a cargo de suministrar servicios familiares de cuidado, que le permita a las mujeres salir del entorno doméstico; elegir, si así lo desean, un trabajo fuera de las cuatro paredes de su casa, y participar en la esfera pública de su sociedad, sin tener a su cargo una cantidad desproporcionada de labores en el hogar.
Hay mucho para pensar y repensarnos. Como personas, pero también como seres sociales inscritos en un sistema económico que no sirve. La economía mundial agoniza; pendía de un hilo desde antes de la crisis y solo ahora se deja ver en su podredumbre. Alicia Bárcena, secretaria ejecutiva de la CEPAL, ha declarado que la economía nacional corre el riesgo de una caída de hasta 4% y, pasada la pandemia, la pobreza podría alcanzar a 48% de la población del país. Ante eso, antes que repensar el sistema de salud pública y seguridad social, urge repensar el neoliberalismo, que en tiempos de crisis sanitaria es el más enfermo entre los enfermos. Sumergidos en el hoyo, ¿a cuenta de qué salen los gobiernos a pedir de nuestro esfuerzo y cooperación para revivirlo?