Fiestas navideñas
Juan M. Negrete
La semana que inicia mañana domingo, 22 de diciembre, nos meterá de lleno al ambiente tan conocido que designamos genéricamente como navidad. Resulta hasta superfluo buscarle la información a la nomenclatura de estos días, de lo que abunda material, pero nadie se detiene a hurgar en semejante partida. La población del ‘occidente’ posee dentro de su bagaje cultural la costumbre de referir sus avatares y recovecos al relato del nacimiento de una divinidad. De ahí que lo englobemos con el término genérico de navidad.
Esta referencia se enmarca en las coordenadas del cristianismo, que vino a ser la religión preponderante por aquí desde hace poco más de un milenio y medio. Cuando el imperio romano, bajo la férula de Constantino, convirtió al cristianismo en la religión oficial, los relatos, las liturgias y todos sus pábulos de rituales se ajustaron entre sí con los hábitos cotidianos. Y como dice aquel viejo refrán: la ley la hizo el rey; la costumbre, la muchedumbre. Desde entonces nos viene pues el celebrar de este modo las festividades aún vivas.
Una de éstas es la navidad, en la que se nos comunica la venida al mundo de una divinidad. Había que nimbarlo de elementos mágicos, como muchos ritos en éste misma y en otras religiones. Se trata de una divinidad, pero los autores del misterio acordaron presentarlo como hijo de una muchacha terrenal. Está medio complicado el desbarajuste, porque se trata de un enredo especial entre la divinidad suprema con una figura humana. El progenitor es inmortal, la matrona es una mortal.
En la cultura griega hay muchos relatos similares a éste, en donde los dioses buscan a mujeres sencillas, mortales por necesidad, para engendrar pimpollos. Tal vez no fuera el interés meramente de que les naciera un determinado ejemplar, sino simplemente darse el gusto de obtener el grato placer orgásmico con el que nos reproducimos los seres humanos. Queda claro en todas esta narraciones, elaboradas por efímeros seres humanos, que la ganona del enredo es la progenitora, no el dios violador, al que le vale un comino la descendencia que por esa vía se vaya a ir construyendo. Terminaron los autores de estos cuentos convirtiendo en semidioses a sus engendros. Pero no es el caso del relato cristiano.
Los que elaboraron el relato biblico de la venida de Jesús de Nazareth al mundo insistieron siempre en la calidad superior o divina de tal criatura. Aunque fuera hijo de una mujer mortal, María, no rebajó nunca su esencia divinal. Era un dios entero y completo, entremezclado con sus contemporáneos. Y aunque anduviera siempre rodeado de criatura perecederas, él iba a ser señalado distinto. Así lo han predicado y así habría de entenderse siempre. Fue y sigue siendo su pretensión.
Hay un duro pasaje en ese historial, en el que lo hacen figurar el suplicio de la muerte. Pero al final de tal historia, hasta la misma divinidad de la muerte es derrotada por este hijo de mujer mortal. A esto se corresponden los relatos de su resurrección y de su elevación a los cielos, de donde había descendido para habitar entre los humanos. Este capítulo viene a ser la segunda parte de este relato, que por hoy no nos ocupa. Por estos días se festeja lo que tuvo que ver con su nacimiento, que es su aparición entre los mortales. Nada más.
A lo largo de los siglos y determinadas por las distintas variantes geográficas del globo, unas fiestas resaltan algunos elementos y otras otros. Por ejemplo, todas las regiones en donde el frío aprieta en serio adelantan como elemento primordial la nieve, la oscuridad, los trineos y la ropa de invierno. En cambio, quienes no tenemos, como aquí en México, tales durezas del clima aunque sea el invierno, enmarcábamos nuestros monumentos con henos y musgos, con velitas, cascabeles y vestuarios simulando vida pastoril.
Lo muy propio de nuestra región mesoamericana para esta festividad venía a ser la elaboración de monumentos para representar el nacimiento. Duraban hasta pasada la temporada. Se arreglaban de acuerdo al ingenio de nuestros constructores autóctonos. Pero el festejo que se convertía en la alegría vespertina de chicos y grandes venía a ser la posada, en la cual no podía faltar la piñata y su bolo. Bebíamos ponche, pelábamos mandarinas y cañas, consumíamos colaciones, cacahuates, dulces al por mayor. Era un festejo universal e inolvidable.
Como la música es parte de nuestra entraña, entonábamos villancicos y repetíamos sonsonetes alusivos a la fiesta, como aquello de que ‘la piñata tiene caca, tiene caca… cacahuates de a montón’. O las redondillas aquellas del ‘dale, dale, dale, no pierdas el tino, porque si lo pierdes, pierdes el camino’. Los cohetitos, los saltapericos, las palomitas y todo el ruido posible durante nueve dias, sin que nos diéramos cuenta, cuando fuimos chiquillos, de que las bolsas de nuestros progenitores poco a poco se iban agotando.
La mera noche navideña nos íbamos a dormir después de haber concurrido a la misa de gallo. Y el mero 25, nos apurábamos a despertar pues amanecía el nacimiento tapizado de regalitos para todos, chicos y grandes. Esa era la fiesta de la navidad. O al menos fue la que este redactor compulsó tantas veces y que sigue recordando con tanta fruición, aunque los formatos de tales fiestas se hayan modificado tanto y ya no contengan casi los elementos de aquellos felices días.
Ahora, con un mundo tan modificado, saturado de productos de la tecnología actual y entreverado de tantas y cuantas variaciones festivas de lo que se realiza en todo el globo, apenas quedan casi recuerdos de aquellos viejos monumentos navideños. Los garrotes, con los que apaleábamos las piñatas, como la muñeca fea, duermen en un rincón el sueño de los justos. De todas formas, felices fiestas para todos.