Sábado 04 de marzo de 2023.- Hace dos semanas (la entraña endeble del poder judicial, Partidero, 10/II/23) se señalaba aquí que la pata seria de que cojean nuestras instancias judiciales es el no estar sometidas al escrutinio de la voluntad popular. No son electos por la masa, tal cual ocurre con los otros dos poderes de la triada estatal, el ejecutivo y el legislativo. Presentaba un testimonio del porfiriato, a propósito de la elección de dos jaliscienses distinguidos en dicha esfera, Vallarta y Ogazón. Llamó la atención a este redactor escucharle decir a AMLO que en los gobiernos de Juárez y de Lerdo los titulares del poder judicial eran electos por el pueblo. O sea que estaban sometidos pues a los veredictos de las urnas.
Resulta un tanto extraño que siempre invoquemos al porfiriato como a una asquerosa dictadura, cuando muchos de sus procesos de funcionamiento estaban sometidos a la regla de oro que es la consulta popular vinculante, que vienen a ser los comicios. ¿En qué momento se perdió esta estrellita en la frente que se cascaba la democracia mexicana, tan de sarape y de huaraches? Si hacemos caso a las narrativas de muchos teóricos que ocuparon atriles y sitiales retóricos en nuestro pasado reciente, vino a ser una pócima amarga, la del presidencialismo unilateral e insufrible, que se sacó de la manga nuestra clase gobernante desde que triunfó la revolución del 10 – 17, como para poder llegar a acuerdos y medidas necesarias en la pacificación del país y echar a andar su maquinaria, que se la pasaba dando tumbos.
Es por demás querer justificar tal invención política. Si nuestros pueblos indígenas instalaban a la cabeza de sus poderes a un tlatoani, o si cuando la colonia, en la península gobernaba un monarca y nosotros teníamos aquí un virrey en la casona de mando, que se dedicaba a darle curso a los caprichos del monarca peninsular, o si en el seno de cada una de nuestras familias la voz mandona era la del patriarca y no se valía retobar, o si fue el sereno… El hecho es que nuestro presidencialismo unipersonal y absolutista, con la variante de que fue sexenal, se impuso en todas las dinámicas implementadas a lo largo de casi todo el siglo pasado. Tan largos tramos no dejan de forjar tradiciones. Y en ésas andamos.
El hecho duro con que estamos topando en estos días nos viene precisamente de que la conciencia popular se destapó en la elección del 2018 por un tlatoani distinto, o de línea opuesta a los que habíamos soportado a lo largo del largo predominio del PRI. Y decimos mal con esto de limitarlo o asociarlo tan sólo al PRI, porque desde los años del usurpador Salinas la línea ‘oficial’ del priísmo se hermanó o identificó con las líneas del PAN, se cogieron de las manos y desde entonces trotan juntos, en una misma dirección. Los pícaros les dijimos PRIAN, porque tan estrambótico matrimonio resultaría hasta hilarante si no nos viniera a significar una tragedia nacional.
El colmo vino a ser que en 2012 a este matrimonio disparatado se sumara el PRD. Salieron a la luz sus secretos de alcoba con la formación del llamado Pacto por México. Era obvio que la población le marcara un alto a tantas burlas de tan acendrados próceres. Por eso, en la tan mentada jornada electoral del 18, a esos coaligados del pacto mentado se les mandó a freír espárragos. Ganó la propuesta de subir a la silla a un personaje distinto a todas las camadas pasadas, que parecían reproducirse como hongos y que no tenían para cuando desalojar el despacho. Lo tuvieron que aceptar tirios y troyanos.
El punto fino de lo que necesita ser ventilado con acuciosidad en estos días y en todos nuestros foros radica en esta materia sensible que venimos señalando. El mandato popular favoreció la llegada al poder ejecutivo de un personaje de distinta catadura, de opuesta laya a la caterva de rufianes que nos imponía el sistema prianista en el pasado próximo. Y se consiguió. Incluso se festinó como hazaña. El efecto Obrador contagió también los resultados a su favor en las galeras del poder legislativo. La gran mayoría que se inclinó por esa línea de poder para el ejecutivo, emitió su sufragio mayoritario también para diputados y senadores índigos, o de Morena, para decirlo claro.
A los institutos de poder constituido que no se les tocó ni con el pétalo de una rosa fue a los inscritos o insertos en el poder judicial. El sentido común habría de operar en los funcionarios de tales estrados y llegar a acuerdos, ya no necesariamente legales sino tan sólo pragmáticos, con las instancias del ejecutivo y del legislativo actuales. Pero no es así. Invocando su independencia y esa rara autonomía, a la que muchos ya calificamos como desafortunada, en los hechos están tomando partido y enfrentando a los otros dos poderes instalados en esos puestos por la voluntad popular.
También han desatado una campaña a la que califican como de desobediencia civil, cuyos hechos duros habrá que entender como una declaratoria abierta de hostilidades. ¿Nos están incitando estos judas a una guerra civil? ¿Se trata de arengas tendientes a llevarnos a todos a la confrontación insumisa, que no conoce frenos cuando se desboca la ira popular? ¿Juegan con fuego y les vale que se nos incendie de nuevo la pradera, sin que tengamos arrestos suficientes para luego meterse a las llamas a combatir la conflagración? No cabe duda de que hay demasiada irresponsabilidad desatada. Es urgente que se imponga la cordura y se restablezcan los buenos oficios, para seguir llevando la fiesta en paz. O lo lamentaremos muchos, por no decir que todos.