Filosofando: Los roces de la ética con lo legal

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Sábado 18 de febrero de 2023.- Para todos los profanos, entendiendo aquí con este señalamiento a todos los que no somos abogados, distinguir o más bien aceptar la distinción que se hace entre lo justo y lo legal se nos vuelve una tarea complicada. Hay muchos analistas y opinantes que dan por un hecho de que a todos nos queda clara esta distinción, lo cual no se apega a las convicciones cotidianas del vulgo. Es preferible que nos llamemos así, vulgo, a todos los ingenuos que no somos léidos y escrebidos, como se dice que se señalaba en los tiempos de la colonia a los que no habían tenido acceso a los círculos de la ilustración. En ese sentido, seguimos ayunos de claridad.

Por si nos fuera poco complicada la diferencia entre lo justo y lo legal, los leguleyos se sacan otro as de debajo de la manga y terminan de descomponernos el cuadro. Nos hablan de una tercera instancia etérea, a la que nombran el reino de la ética. De tal esfera propalan de inmediato, todos los que en los tribunales laboran, que es un dominio que está por encima de todos los vericuetos imbricados en leyes, procesos, sentencias, demandas y cuanta yerba aparezca en tales discursos. La batea de los líquidos de la ética tendría que imponerse de cajón, por predominancia o por prelación, a todo alegato que se eleve sobre el asunto que sea. Poco se respeta este axioma, lo reconocen todos. Pero es lo estatuido.

Habría que irse despacio estableciendo distingos, como lo peroran en su argot medio incomprensible todos estos señores togados. El reino del derecho, como su nombre lo señala, proviene del mundo de los decretos. Y éstos se dictan desde el poder. Es la voluntad de los mandones, la de los poderosos, aunque ya no se estile que sean señores de horca y cuchillo. Esa era una apariencia demencial. Implantar arbitrariedades y quererlas establecer como acuerdos civilizados generaba conflictos permanentes que invocaban alzamientos y vertedero de sangre, cuando los afectados eran poco dejaditos. De esas escaramuzas está muy poblado el panteón de nuestra historia. Es lección que nos dejaron bien ilustrada nuestros abuelos y algo sabemos de tales enredos. Lo mejor será entonces no ponernos a reeditar páginas tan dolorosas.

Los viejos de la cultura anglosajona pronunciaban en su idioma propio un axioma que resumía estos enredos: might is right. Lo que quiere decir: el derecho es la fuerza, o a la inversa, como se quiera decir. Pero todos los entendían y se atenían a tales borucas. A diferencia de los procedimientos atrabiliarios de la fuerza bruta, los dictámenes que se producen en los despachos del derecho, son leyes, son normas de obligado cumplimiento. Si sea justo o no lo estatuido en tales leyes, es disputa que se les deja a los filósofos, a los que luego nadie les hace caso.

Antiguamente les dibujaban este violín inocuo a los integrantes de las curias. Se trata de los personajes respetables que formaban el gremio de los sacerdotes, de los chamanes, de los druidas, de los gurúes. Les decían, tal vez por darles coba, los sabios. Eran personajes considerados indispensables dentro de la composición de la comuna. Y cuando había un conflicto más que pesado, los litigantes invocaban su juicio y buscaban atenerse a los veredictos de tan respetable curia. Por mucho tiempo nuestras tradiciones estuvieron invocando a estas experiencias positivas. Pero parece que toda esta parafernalia se ha ido al caño y no sabemos si vuelvan a armarse instancias de respeto generalizado. Estamos viviendo en medio de estos vendavales.

Lo que asentían los viejos sabios se postulaba como lo moral, como lo establecido por las buenas costumbres. Es lo que se invoca todavía cuando se habla de lo ético. Aunque para hacer valer estas variables en la conducta cotidiana todo lo traemos reborujado. Para empezar, no sabemos cuáles vienen siendo las instancias guardianas de esa etérea dimensión de la que estamos hablando. ¿qué es pues lo ético? ¿Son los dichos de los viejos patriarcas religiosos? ¿Los de quienes se dedican al cultivo de las ciencias, a los que mantenemos tan alejados de nuestro trajín cotidiano, como a los pontífices o ayatolas? Una cosa es que les veneremos y otra que les hagamos caso.

Dentro de las instancias a las que llevamos nuestros litigios, tenemos a los tribunales, a los jueces, a los que definen lo atinado o desatinado de nuestras propuestas. Pero luego vienen las inconformidades del perdedor, que casi es paso obligado en todo litigio. Se interponen de inmediato los amparos y el asunto tiene que volver a ser ventilado. Se dice que la resolución que salga de estos nuevos tribunales es inatacable. De alguna manera hay que ponerle remate a la cadenita, aunque no nos haya dado gusto. Pero por extenso que haya sido el proceso, no se sale hasta aquí del mundo de lo legal.

¿Tiene entonces algún sentido, para una cosa juzgada y definitiva, la invocación a lo sensible de la vena ética, a tocar la fibra de la dignidad, de lo elevado de nuestra existencia, a lo perdurable y valioso en sí y por sí, si no le vamos a hallar aplicación concreta en los hechos, a nuestra vida cotidiana? ¿Es valioso lo legal aunque transgreda los principios elementales de la ética e imponga su brutalidad absurda en los cánones de lo que padecemos todos los días? ¿Sigue siendo el imperio de la ley el de la fuerza, como lo pregonan y aplican, siguiendo a la tradición inglesa, todos los poderosos de la tierra, con los que compartimos el pan y la sal? ¿No hay luz al final del túnel?

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