Sábado 30 de marzo de 2024.- Desde muy lejos nos llega a la memoria el dato de que estos días, más o menos coincidentes con la llegada de la primavera, son de asueto. Les solemos dar distintos nombres. A veces se les nombra semana santa, en otras como semana mayor, unas veces más se les denomina como vacaciones de primavera. Por inventiva no paramos. Si bien todos sabemos a qué nos referimos con tales denominaciones y nadie les hace el asco.
Esto del asco puede parecer fuerte. Pero habrá que matizar el sentido por el que se dice. Es el primer período o lapso del año en que se programa un asueto y nadie renuncia a tomarlo. Por esta pista hay que entenderlo. Aunque en muchas ocasiones, este redactor y muchos otros paisanos escuchamos una broma a propósito del contenido simbólico o metafórico, o tal vez meramente justificativo, de la razón del paro laboral. Propalaban tales lenguas viperinas que los ateos no tenían derecho a gozar del descanso programado para dichos días. No es necesario explicar el contexto.
En realidad, no resultaría tan fácil hallarle la cuadratura al círculo del sentido de tal descanso por estos días, al que nos apoltronamos todos sin retobar nada. Dentro de los cánones del calendario católico, en su anuario le dedica un lapso suficientemente largo, al que llamamos cuaresma, de preparación para el misterio mayor de esta creencia. La cuaresma está referida al período de preparación para la celebración del misterio central de la muerte y la resurrección del conocido redentor o mesías, del que dicen que vino a salvar al mundo, o nos vino a salvar a los humanos que andábamos completamente perdidos en nuestros errores.
Dada la extensión de este lapso de preparación para la celebración ritual de la muerte y la resurrección del famoso mesías, se puede colegir que la liturgia católica le concede mayor importancia a este misterio que al del nacimiento de este mismo personaje. Al período de recogimiento y penitencia para prepararse a la llegada del niño divino, denominado adviento, se le da una extensión de los días decembrinos previos al nacimiento. Aunque los mexicanos le metimos ahí las posadas y tal etapa tiene de contrición y de arrepentimiento lo que tiene de agua el desierto.
La cuaresma es palabra que refleja la cantidad de los días dedicados a la preparación para la celebración de los rituales de las exequias de la divinidad. Son los famosos cuarenta días y cuarenta noches de insaculación para poner en orden la casa y poder atender el misterio central de esta creencia. Hablamos de la muerte y de la resurrección. ¿Cuál de las dos ocupa el lugar preponderante? Como los mexicanos, oootra vez, somos más inclinados a los rituales fúnebres, supondríamos que es el de la muerte. Pero no es así.
Debería resultarnos a todos, creyentes o no, que es una narración muy extraña ésta. ¿Cómo entenderle al caso de que una divinidad muera, si es precisamente la característica de eternidad la que diferencia a los dioses de los que no gozan de esta prerrogativa? Pero no nos metamos a discusiones teológicas, de las que no saldremos bien parados. Los especialistas en estos cuentos nos pondrían una pajueliza de perro bailarín por andar regando sobre mojado. Baste asentar el dato de que los creyentes de esta fe (a la que por simplificación le llamamos católica) conmemoran por estos días la muerte de su divinidad central.
Mas conviene asentar dos cosas más, para entenderle mejor al brete. Una, fundamental, es que también festejan la resurrección. O sea, que esa rara divinidad que se les murió, o a la que mataron, no les dio el gusto de quedarse en el mundo de los muertos. Se salió de tales tinieblas y volvió a la vida. Eso es lo que quiere decir resurrección. Ya los detalles de cómo lo hizo y de quiénes testificaron la veracidad de tal hecho los dejamos a los panegiristas y, de nuevo, a quienes le entiendan bien a estas fabulaciones.
Nos han contado que duró sólo tres días en el reino de las sombras y que volvió a la luz. No sabemos si con el mismo cuerpo, al que le habían llagado y vapuleado innecesariamente. Porque si les iba a resucitar, ¿para qué lo herían? ¿Qué ganaron con injuriarle hasta el cansancio y befarse de él, si volvió a la plenitud de su lozanía y retomó los espacios de los que lo habían echado? En fin, son discusiones para las que no hallaríamos la punta.
La otra cuestión por resaltar tiene que ver con la comparación entre estos dos eventos centrales, que componen el misterio, el de la muerte y la resurrección. En uno de los pasajes más famosos y centrales del apóstol Pablo de Tarso, ante esta dicotomía, pontifica con todas las de la ley: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe”. Y si este puntal de tal creencia establece tal axiomática, nosotros los simples legos ya no tenemos más tela de dónde cortar.
Para fines prácticos, y que nos sean provechosos, digamos ahora que, pertenezcamos o no a esta feligresía, ya vimos transcurrir sus cuarenta días de compunción; ya dejamos atrás la semana celebratoria de todo este misterio; y que nos falta tan sólo soltar las campanas a vuelo porque hoy por la tarde, o mañana por la mañana, nos dirán que su deidad volvió a la vida. Y por tal razón se volverá a abrir la gloria. Y todo volverá a la normalidad. Ya podremos ocuparnos entonces, sin que nos llegue remordimiento alguno, de las banalidades cotidianas, entre las que se destaca la disputa por los puestos públicos. Le llamamos a esto actividad política. Pero tiene girones que más bien nos obligarían a ponerle otros sambenitos más atinados. Volveremos.