Graba menor mensaje amenazante contra el CJNG

CJNG

Los Reyes, Michoacán.- Al igual que los cárteles colombianos del crimen organizado utilizan niños sicarios, en México y en Michoacán ocurre lo mismo.

Hace años, en mi visita al puerto de Barranquilla, Colombia, invitado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) de Gabriel García Márquez, logré entrevistar a un niño sicario de solo 16 años, con muchas muertes en su espalda.

Delgado, de ojos verdes, con un escapulario en la mano, en el pecho y en los pies, es lo que los distingue. Adoran a la Virgen del Carmen, a quien visitan antes y después de cada “trabajo”. Nunca actúan solos: mínimo dos en motocicletas, uno conduce y el otro ajusticia.

“Recuerdo al primero. Le di un balazo en la mera frente, donde se hace la señal de la Cruz. Los demás fueron igual”, relata. A cambio recibían dinero, motocicletas y compraban pantalones Levi’s, camisas de marca, joyas y radiograbadoras.

Esta triste realidad llegó a Michoacán y a México.

Las redes sociales han visto el reciente surgimiento de diversos videos de niños reclutados por el crimen organizado, especialmente en el estado de Sinaloa, donde las dos facciones del Cártel de Sinaloa han echado mano de todos los recursos para sostener su guerra. Sin embargo, Michoacán también padece una lucha de cárteles en su territorio, donde niños y mujeres no se salvan de las garras de la delincuencia.

Un video recientemente difundido en redes muestra a un niño reclutado por el Cártel de Los Reyes, brazo armado del Cártel de Tepalcatepec asentado en el Valle de Zamora. Ambas organizaciones fueron calificadas como terroristas hace unas semanas por la nueva Administración de Estados Unidos.

Portando dos pistolas fajadas en el pantalón, con las bolsas llenas de fajos de billetes de 500 pesos, un reloj elegante y una gorra que no es de su talla, los sicarios hicieron al niño grabar un video retando al Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG).

“Aquí pura gente del ‘R5’ y del ‘Chaparrito’, pa’ lo que ocupen, aquí estamos para topar a los putos jalisquillos”, dice el niño, a quien se observa con algunos dientes faltantes, señal de que los está mudando y tendría menos de 12 años.

En 2024, se estimaba que más de 31 mil menores de edad habían sido reclutados por el crimen organizado en México, algunos de entre 9 y 11 años. Asimismo, se calcula que alrededor de 250 mil menores están en riesgo de ser reclutados, según especialistas en el tema.

¿Cómo se reseña la violencia? ¿Cómo se atrapan la impotencia, el dolor y el silencio preñados de rabia? ¿Cómo se teoriza sobre la desesperación y la desigualdad? ¿Cómo se sustenta la muerte pagada?

La elocuente frase de Macbeth que elige Elena Azaola como epígrafe para su libro Nuestros niños sicarios tiene la respuesta:

“Da la palabra al dolor, porque el dolor que no habla gime en el corazón hasta que se rompe.”

Este epígrafe explica el propósito de la obra, que da voz al dolor de jóvenes adolescentes en situación vulnerable. De ahí la dificultad de leerlo solo desde la razón y la ciencia: sus páginas están tejidas con los robustos hilos del sufrimiento y la injusticia humana, con voces desesperadas al límite del paroxismo, siempre bordeando la muerte.

En efecto, Nuestros niños sicarios, de Elena Azaola, es un impactante estudio que mueve a la reflexión sobre el destino de un grupo representativo de adolescentes mexicanos, víctimas de condiciones adversas que los empujan irremediablemente al mundo de la delincuencia.

Una de esas sórdidas realidades insoslayables, pero solapadas, que se dan en nuestro país y que solemos no asumir, porque hacerlo significaría entrar en un amenazante laberinto de miedo que conduce a la deshumanización.

El libro se abre con una sucinta y aguda presentación de Luis Raúl González, quien destaca la acertada metodología de Azaola. Su investigación se apoya, por un lado, en el herramental de las ciencias sociales y, por el otro, en los testimonios de 730 jóvenes de entre 14 y 18 años —algunos casi niños— que constituyen la materia prima de la obra.

De hecho, mientras estos jóvenes relatan sus vivencias, se olvidan de sí mismos —como afirmaba el sociolingüista Labov— al tiempo que construyen narrativas personales donde fluye su verdadero sentir, elemento clave para buscar una posible intervención, objetivo final del estudio.